domingo, 9 de diciembre de 2018

8 de diciembre

Sales de casa y te diriges a la montaña que corona el lugar en el que habitas. Las últimas lluvias han reverdecido los matorrales por los que te abres paso. El olor húmedo de las tabaibas lo impregna casi todo en el camino, y a veces tus pies se enredan con las lianas tejidas por los cornicales entre las tuneras. El día es alto y claro; quizás demasiado diáfano –piensas– para un mes de diciembre, como si las calmas de finales del verano hubiesen prolongado su transparencia hasta hoy; como si los celajes del mes de septiembre hubiesen aguardado su tiempo lento hasta estos últimos días del año que agoniza. Tu perro negro, al que algunos llaman lobo –no por su carácter, sino por su porte imponente y bestial– ladra a los parapentes que flotan en el  aire sobre el valle de Güímar, y a los que no puedes ver con nitidez porque el sol te hace daño en los ojos cada vez que alzas la cabeza para mirar hacia arriba. Escuchas entonces el canturreo lejano de una radio de la que no se distingue sino una leve melodía. Hay también voces de niños y ladridos de perros a los que tampoco puedes ver. Se escucha el rugido discontinuo de algunas motos al pasar por la carreta que conduce hacia el Sur. El perro ladra aún a los paracaidistas, mientras seguimos avanzando ladera arriba. Se escucha el paso detenido de un coche que recorre la carretera que sube a La Florida. Lleva un altavoz incorporado al techo corredizo. Van dando voces; anuncian algún evento del pueblo. (Has recordado que todavía hoy se emiten partes funerarios por esta vía. Quizás se trate de esto). Llegas hasta una cima no demasiado arriba, pero desde la que puede contemplarse casi todo el valle. Te conformas con sentarte sobre un viejo tronco de madera desgastada y blanca que has utilizado otras tantas veces como panorama desde el que otear el mar. (La soledad de la mirada de quien contempla su horizonte es un bien preciado; un elogio a la lentitud; una parada que invita a mirarse un poco hacia dentro, al tiempo que la inmensidad del día te rebosa el pecho). Desde aquí se divisan también las grutas de lo alto de la montaña; sus cavidades vecinas, omnipresentes, que te observan sin mirar como cuencas vacías que parecen juzgarte a cualquier precio, vayas donde vayas. Ya lo has dicho; el día es alto y claro. Tomas entre tus manos unas cuantas piedrecillas y juegas a arrojarlas barranco abajo. Pruebas tu destreza: tú solo contra el infinito. Olvidas a qué has llegado hasta aquí arriba. Repites el gesto una y otra vez mientras taladra tu cabeza una idea fija. Presientes que cada piedra que lanzas ha sido ya arrojada al vacío mucho antes que tú; años atrás e incluso siglos. Viajas en el tiempo. Vuelves a sentirte niño. Tu perro ladra a los paracaidistas. Pasan flecos de nubes. Vuelves a casa en silencio.