sábado, 12 de octubre de 2019


La casa tomada: el pintor en su estudio 

[A propósito de la pintura de Santiago Palenzuela]




        Pintar el lugar donde se trabaja, donde se desarrolla el oficio y en la que incluso se vive y transcurre la mayor parte del tiempo es una de las obsesiones que marcan, de principio a fin, la pintura de Santiago Palenzuela. La suya es una pintura de interiores, un elogio del mirar hacia adentro: la imagen del mundo condensado en una sola estancia.


En cierto modo, se trata de ubicar la mirada en el único lugar posible, de renunciar a la expansión ruidosa del exterior, alejándose de cuantos temas y motivos anecdóticos puedan distraer su atención y contaminar los colores de su paleta; se trata de habitar la pintura. Y una y otra vez asomarse a las mismas ventanas, acariciar las mismas paredes, alzar un mismo techo y escaleras, respirar la atmósfera íntima e ineludible del estudio. Así se accede al taller, a la estancia que Santiago Palenzuela recrea incansablemente, como la biblioteca borgesiana, infinita e inconmensurable a pesar de los rígidos muros que la configuran.

En efecto, como la biblioteca, el estudio del pintor adquiere la forma o el sentido de un refugio, un lugar donde acontece una vida al margen del afuera. Un “lugar de iluminación” en el que el artista vive –para decirlo con palabras de Balthus– “la sensación de estar cerca de los secretos”, porque, de alguna manera, todo empieza y acaba, se decide y se resuelve en el estudio. Y el tiempo que lo rige es otro tiempo distinto al que marca el devenir cotidiano de los relojes, pues en el instante de la creación hay una convergencia de idea, emoción, línea y color, una sobreabundancia que dilata cualquier coordenada espacio-temporal y que abre escalas en la realidad que anima su pintura.

Recordemos el taller del escultor Alberto Giacometti –uno de los más reproducidos de todos los tiempos–, para quien su taller de la parisina rue Hippolyte deviene mucho más que un espacio de trabajo, tal y como sostiene el escritor Michel Leiris al afirmar que, para el artista, su taller trasciende la mera imagen de un laboratorio y se convierte “en un apéndice”, en “una prolongación de su persona” e incluso en “su caparazón”; es decir, el lugar en el que consume su tiempo, comprometido y obsesionado con esculpir una imagen posible del hombre. Claro que, en el caso de Santiago Palenzuela, no hablamos de un único taller. El caparazón lo lleva a cuestas, de alquiler en alquiler –de ahí el lema de una de sus exposiciones que marca, en buena medida, toda una filosofía de vida–, pues la imagen arquetípica del lugar de trabajo no puede disociarse, en su caso, de la condición nómada del autor; esto es, de la precariedad de medios, de la inestabilidad o provisionalidad de un lugar cambiante y siempre otro aunque el pintor vuelva una y otra vez sobre lo único que permanece fiel a sí mismo: su taller asediado por el óleo que se percibe desde lejos, el espacio de trabajo por muy reducido que este sea en ocasiones y aunque cambie de ubicación. El artista sigue siendo fiel a sí mismo; se dedica exclusivamente a cuidar de su oficio, entregado por completo a su única patria posible, a ese pequeño mundo que es, en sí mismo, su lugar de trabajo: el taller, la pintura. Allí rigen unas leyes distintas, un lenguaje exclusivo, un color inusual, una pasión y un olor, una melodía y una cadencia, una densidad ineludiblemente asociada a la paleta de su autor. 

En la pintura de Santiago Palenzuela asistimos a una clara aspiración constructiva, a la vez que a una calidad iluminante y una elección cromática que nos lleva a evocar los vasos comunicantes que establece su pintura con la obra de José Jorge Oramas. Con todo, se trata de una poética que se construye de forma inversa. Y es que, si bien en ambos casos la luz es el elemento medular que configura los espacios mediante una inusitada intensidad cromática, lo que en Jorge Oramas es suspensión del instante en el afuera, en el paisaje contemplado a través de la ventana de su habitación de hospital, en el caso de Santiago Palenzuela la pintura se recrea a sí misma en una orografía del espacio interior. La elección de su mirada es la de un espacio vivido: su hogar, que es casa y estudio a la vez. En su pintura las estancias interiores parecen abrir escalas en la realidad y son inundadas por una expansión espacial que las amplifica. Paredes y brochas, butacas y escaleras, techos y pinceles, óleos, botes de pintura, ventanas y puertas. Más luz aquí, más color allá, con gesto firme y limpio o con una textura abigarrada, turbia y untuosa.

En estas piezas, el autor se retrata a sí mismo, pero no bajo la óptica del simple autorretrato. Más bien se centra en su habitación vacía –que diría el poeta Jacques Ancet–, que es el escenario donde todo acontece y donde él es el único protagonista, su único testigo y, a la vez, su único oficiante. Santiago Palenzuela insiste, con efusión y dinamismo, en esta singular composición que tendrá, al final, infinitas variaciones. Insiste en el carácter inerte de los botes de pintura, en las estancias cerradas, ajenas a la figura humana, en la vocación lumínica de su pintura, sin ambages, sin sombras, sin reflejos, pura contundencia matérica. Es la casa tomada por el deseo del pintor, la imaginación llamando a la puerta, los sueños desbordándose por el interior de la conciencia, el impulso poético conduciendo con vigor y desenfreno el pincel.





lunes, 7 de octubre de 2019

8 de octubre

"El tiempo sigue siendo el mejor crítico, y la paciencia el mejor maestro".

[Frédéric Chopin]


domingo, 6 de octubre de 2019

6 de octubre

Amanece en la montaña y todo es nuevo para mis ojos. Una luz incendiaria peina las tabaibas, los cardones que trepan hacia arriba y hacia lo alto ascienden. Se escucha a lo lejos ladridos de perros. Y algunos pájaros escondidos entre los arbustos. Se escucha, también, el canto aserrado de algunos insectos. Están todos ahí, aunque no puedas verlos, como en un teatrillo diminuto y sonoro, en el que cada cual interpreta una cadencia desordenada y frágil. Escúchalos; ahí están, celebrando la gracia del comienzo de un nuevo día.



jueves, 3 de octubre de 2019

El paisaje se hace en el poema.


[José Corredor-Matheos, El paisaje se hace en el poema, Fundación Ortega Muñoz, Edición de Jordi Doce, Badajoz, 2019].



La Fundación Ortega Muñoz ha publicado recientemente El paisaje se hace en el poema, una recopilación de algo más de ochenta textos poéticos del escritor José Corredor-Matheos, sin duda una de las voces imprescindibles, hoy, en la poesía escrita en lengua española. Este cuaderno de poemas presenta textos de diferentes libros; es, a su manera, una cuidada antología que nos retrotrae a títulos tempranos como Ahora mismo (1953 - 1960) y Poema para un libro nuevo (1960 - 1961); hasta otros mucho más recientes que, a la postre, han merecido el beneficio de la crítica y el reconocimiento de los lectores, pues se trata de auténticos paradigmas de su escritura última; referencias imprescindibles en cualquier aproximación a nuestra poesía actual. Hablamos, por supuesto, de El don de la ignorancia (Premio Nacional de Poesía, 2005) y Un pez que va por el jardín (2007). La visión sosegada de la Naturaleza y la contemplación meditativa desde el paisaje son los vasos que se comunican y aportan coherencia a la selección de los ochenta y seis textos que componen esta hermosa edición al cuidado del también poeta, traductor y crítico, Jordi Doce. 
Leída así, en su conjunto, y desde una perspectiva que abarca lo mejor de su poesía, caemos en la cuenta de que José Corredor-Matheos ha ido muy lejos en el ejercicio de síntesis y condensación de su escritura. Una tarea que ha sometido a su poesía a un proceso de delgadez extrema en la que sobra casi todo; entiéndase bien, todo lo que no tenga que ver con los andamiajes, simples, modestos del espíritu y su entrega al mundo natural circundante, sin dramatismo ni gesticulación; más bien partícipe de una aceptación del devenir natural de las cosas, o una renuncia de cualquier tipo de aspiración que no se formule en el simple hecho de estar aquí y ahora, en un presente volátil y huidizo que, sin embargo, cobra visos de eternidad en sus versos. Así, por ejemplo, el poema dedicado a su amigo Antoni Marí:

La paz que se respira

no es aún el poema.
Sólo la tarde sabe, 
en esta hora incierta,
lo que debes hacer.
Deja, pues, que el poema 
resbale con el ritmo
de la respiración
que sale sin esfuerzo
de la tierra,
del volar de los pájaros.  

A la brevedad de sus composiciones; esto es, a su extensión leve y frágil, se suma la tentativa escasa, la negativa de sus textos por la elección de grandes temas. Las suyas son poesías que parecen haber sido escritas con bien poco: un soplo de viento, el balanceo de algunos árboles, la insinuación de un atardecer, la lenta caída de la nieve, la contemplación del movimiento minúsculo de un insecto o el aleteo ansioso de un ave que alza el vuelo. En cierto modo, la mirada de José Corredor-Matheos se nutre de un estar en el mundo que tiene mucho de lección oriental y cadencia meditativa. Sus poemas han logrado convertirse en efímeros destellos, como la vida misma, en los que cualquier movimiento de la experiencia, por minúsculo y aparentemente insignificante que este sea, se torna vivencia interior. Y así el beneficio de su palabra deviene elogio de la lentitud y la observación. 

Tras la celebración del mundo natural a la que asistimos a cada paso en esta selección de textos de José Corredor-Matheos, late escondida una celebración de la obra pictórica del extremeño Ortega Muñoz, cuya pintura nunca ha dejado de sorprendernos por la contención expresiva de sus campos yertos y sus cañadas desnudas, llevados al lienzo con un instinto visionario y metafísico, a cielo abierto, desprovistos de lo prescindible. También el poeta se muestra a la intemperie de toda tentativa por alcanzar las certezas que le insinúa el mundo circundante; más bien existe en su poesía una aceptación de la renuncia a cualquier tipo de sabiduría o certeza. En efecto, como la pintura de Ortega Muñoz, su poesía ha aprendido a desprenderse de abalorios demasiado pesados, y su palabra a ido menguando hacia un inusitado ascetismo lingüístico o aceptación silenciosa sin ruido, para decirlo con palabras del escritor– de todo, en donde solo cabe acceder al único conocimiento posible: la imposibilidad de todo saber; esto es, el don de la ignorancia; ante la desnuda y sencilla presencia de las cosas. 

Este campo tan ancho 
viste la desnudez
que tú anhelabas.
Mirándolo descubres
lo que eres
cuando logras librarte 
de todas las montañas,
los ríos y los árboles
que impiden ver en ti
más allá del paisaje,
de todos los paisajes.


La suya es la búsqueda de una expresión mínima capaz de traducir la calma de esa contemplación. Su poesía mana de la vivencia de aquel que contempla la existencia desde la atalaya de la madurez.  A su manera, José Corrdor-Matheos sabe que es el poeta oriental de nuestra tradición espiritual hispana. Hay una cadencia sencilla que quiere adoptar el movimiento lento del aire entre las ramas de un árbol; la cresta de la tarde en el horizonte; la sugerencia del perfume de una flor de jardín. Un decálogo de cosas que sostiene su existencia sencilla, ejercida sin ruido. 




[José Corredor-Matheos junto al editorJordi DoceBadajoz, 2018]

sábado, 28 de septiembre de 2019

La pintura es mi hogar: una conversación con Gonzalo González. 


Aprovechando la actualidad de la obra del artista Gonzalo González, quien expone en las salas de TEA Tenerife Espacio de las Artes hasta el próximo veinte de octubre su proyecto "Estar aquí es todo", rescatamos una entrevista o, por mejor decir, conversación que mantuvimos con el artista en el verano de 2003 y que, finalmente, apareció publicada en el extinto periódico La Opinión de Tenerife durante el mes de diciembre de ese mismo año. En ella se abordan cuestiones aún hoy fundamentales en su obra. 





[2.C = Revista semanal de Ciencia y Cultura. La Opinión de Tenerife, nº 198, sábado 6 de diciembre de 2003. Coordinado por Daniel Duque. Adjunto: Isidro Hernández. Dirección de Arte: Iván Dorta].



28 de septiembre

La sensación de estar en un lugar y ver otro. Abrir puertas en la realidad más inmediata, como quien horada un pasadizo secreto en el jardín de su casa o en cualquier otro sitio para saltar de una a otra casilla del tablero.


domingo, 22 de septiembre de 2019


22 de septiembre


Te tropiezas con cierta frecuencia con gente que, en un abrir y cerrar de ojos, aporta sus conclusiones sobre todo, y sobre todo tienen una respuesta precisa. Es más, algunos te dicen "lo que te conviene", mientras escuchas con mansa resignación y algo de sorpresa. Pero en seguida caes en la cuenta de que no ven más allá de sus narices, porque piensan que en sus narices empieza y acaba el mundo. Menos mal que el mundo, como tal, acabará pronto, porque de lo contrario habría que romperlo y de-construirlo en cien pedazos, para luego entregarlo a la nada hecho polvo de estrellas.



miércoles, 11 de septiembre de 2019


Pillipo en la red



El profesor Jo Farb Hernández, del Departamento de Arte e Historia de la Universidad de San José (EEUU) ha publicado recientemente, en uno de los diarios digitales de mayor difusión de Estados Unidos, un artículo sobre el Museo Mara Mao de Pillipo, hasta hace poco abierto al público cada domingo con ocasión del mercadillo de Teguise, en Lanzarote. El fallecimiento de este facteur Cheval canario deja en el aire la incógnita sobre la supervivencia y continuidad de aquel espacio de arte bruto. Copiamos aquí este enlace por sugerencia del cineasta David Delgado Sanginés, autor de una de las películas documentales más enigmáticas de la producción audiovisual hecha en Canarias, que precisamente aborda la figura de Pillipo; esto es, su museo, su fe en la espiritualidad de las cosas inanimadas, su forma de estar en el mundo.  


miércoles, 29 de mayo de 2019


Juan Pedro Ayala o Las Jacarandas





Como una pincelada de color sobre el paisaje diario de la ciudad de Santa Cruz, las jacarandas. Sólo ellas roban por un instante la atención de nuestra mirada. Al cruzar una calle o al atravesar un puente, al cambiar de acera, al recorrer una plaza, o simplemente al refugiarnos en el balcón de La Granadina, las jacarandas asoman su penacho de diminutas campanillas. Sólo entonces, tintineantes de gracia, un brote de luz violada lo inunda todo.




La imagen de estos árboles se confunde en mi cabeza, por un instante, con otros árboles: los pintados por Juan Pedro Ayala. Húmedas jacarandas, doblegadas y retorcidas sobre sí mismas, acaso por un exceso de viveza. Íntimas y públicas, verticales, trazadas con la impronta de un rabioso dibujo al tiempo que con atrevida salpicadura gestual. Las jacarandas de Juan Pedro Ayala, árboles de ciudad que rasgan la superficie del lienzo, se diría, para salir al afuera y salpicarnos con la alegría de todos los naufragios. 





[Publicamos en mayo de 2012, en este mismo blog, el texto "Juan Pedro Ayala o Las Jacarandas". Volvemos a publicar estas breves notas, hoy, muy a nuestro pesar, tras haber sabido de la desaparición del pintor. Vayan , pues, en su memoria, estas sencillas notas de color].

miércoles, 20 de marzo de 2019


"Digo que [el artista] piensa esto e introduce aquello. Pero, en sentido estricto, no piensa en absoluto. Si pensara, se equivocaría al instante; solo al artista torpe y carente de inventiva le da por pensar. Todos estos cambios  pasan por su mente de forma involuntaria; un sueño, totalmente imperativo que grita Así ha de ser ha tomado posesión de él; no puede ver ni hacer otra cosa que cuanto dicta el sueño".

Modern Painters, volumen IV, parte V, capítulo II - 15. 

[Texto extraído del libro de fragmentos sobre arte, naturaleza y sociedad de John Ruskin, El sueño imperativo, publicado por Vaso Roto Ediciones. Edición, traducción y prólogo de Jordi Doce, Madrid, 2014.]



sábado, 9 de marzo de 2019

Oramas, en su luz


[Andrés Sánchez Robayna, Jorge Oramas o El tiempo suspendido, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018].


La editorial Galaxia Gutenberg ha publicado recientemente Jorge Oramas o El tiempo suspendido, un largo ensayo dedicado a un pintor breve como lo fue Jorge Oramas (1911-1935); o no tan breve, como viene a demostrar el escritor Andrés Sánchez Robayna a lo largo de los veintitrés capítulos que van desgranando, paso a paso, distintos aspectos de la obra del pintor grancanario. Secciones o estancias críticas que abren una ventana hacia el carácter enigmático de una pintura que, aun considerando el corto espacio de tiempo con el que contó —desde el ingreso del artista en la Escuela Luján Pérez en 1929, hasta su prematura muerte en 1935—, no ha dejado de sorprendernos por la fascinante intensidad de sus misteriosas imágenes y su luminosidad de inquietante sosiego.
El libro que nos brinda Sánchez Robayna está escrito desde la meditación continuada sobre aquella pintura. Su autor nos advierte desde las páginas iniciales de algo que, inmediatamente, constatará el lector. No se trata de una monografía al uso, ni siquiera de un manual sobre pintura; menos aún de una aproximación a la obra de Jorge Oramas desde la historia del arte o la historiografía. Lo que las páginas de este libro proponen es una interpretación abierta y sagaz, formulada desde la experiencia poética y (en parte) la filosofía de la imaginación material, en el propósito de llevar al territorio verbal la esencia de las imágenes pictóricas. En efecto, los paisajes y retratos que traslada al pincel Jorge Oramas se nutren del lugar y del tiempo que le tocara vivir, si bien en su mirada llegan a convertirse en lo que al autor del libro denomina “escenas primordiales”, imágenes arquetípicas del paisaje insular que, como tales, abandonan su condición de obras apreciadas solo por unos pocos para tomar el lugar que les corresponde dentro del imaginario cultural y colectivo, es decir, dentro de los “universales” de la sensibilidad y del espíritu. La pintura de Jorge Oramas —el pintor niño, el autodidacta, el aprendiz de barbero, el alumno de la Escuela Luján— traspasa el ámbito de su secreta orfandad para devenir pintura que nos concierne y nos habla desde su eterno presente continuo. Es, como apunta Ramón Feria en su ensayo de interpretación crítica Signos de arte y literatura (1936), “la más fina objetivación del paisaje insular”. Un poco antes (1993), el escritor Agustín Espinosa había señalado que “Oramas tiene como nadie ha tenido en Canarias el sentido de la luz y del color de nuestra naturaleza atlántica”.
Jorge Oramas o El tiempo suspendido es, desde todos los puntos de vista posibles, el resultado de una prologada reflexión —“una lenta sedimentación de sus imágenes”— sobre una pintura de la que el autor confiesa haber tenido noticia desde muy joven y que ha sido un referente ineludible en su aventura creadora y crítica. Conviene señalar, en este punto, el hecho de que el pensamiento crítico sobre poesía y pintura ha sido una constante en la obra ensayística de Sánchez Robayna, quien en su amplia trayectoria, además de dar a la luz varios títulos sobre el Siglo de Oro español, como su conocida monografía sobre la poetisa Sor Juana Inés de la Cruz (Para leer ‘Primero sueño’, FCE, México, 1991) o sus estudios sobre la significación y el alcance de la poesía barroca en Silva gongorina (Cátedra, Madrid, 1993) o el reciente Nuevas cuestiones gongorinas (Biblioteca Nueva, Madrid, 2018), entre otros muchos trabajos, el autor se ha preocupado, con una notable sagacidad interpretativa, por el estudio de los signos de la cultura contemporánea. Tan solo le bastará al lector asomarse a las páginas de libros suyos como La luz negra (Júcar, Madrid, 1985) —allí encontramos textos sobre las obras de Paul Klee, Antonio Saura, Ernesto Tatafiore o J. G. Dokoupil—; o bien a la recopilación de ensayos La sombra del mundo (Pre-Textos, Valencia, 1999), donde junto a los textos sobre algunas de las voces poéticas más significativas de la historia de la literatura, encontramos ensayos que interpretan la obra de indiscutibles protagonistas en la construcción de la cultura moderna; a saber, los artistas Joan Brossa, José Manuel Broto, Joan Hernández Pijuán, Vicente Rojo, Salvo o el mismo Jorge Oramas.    
Sin duda, hoy por hoy, es un hecho innegable que la obra de Jorge Oramas ocupa un lugar de excepción en la historia de la pintura española de vanguardia del siglo XX, aun a pesar de su tibia recepción crítica y su escasa presencia en las grandes colecciones públicas de arte español del siglo XX. Claro que la exposición producida por el MNCARS y CAAM en 2003, comisariada por Juan Manuel Bonet bajo el título de José Jorge Oramas, metafísico solar, vino a paliar, en parte, aquella deuda histórica, aquel inexplicable olvido. Indagaciones en la obra oramasiana que venían a sumarse a los trabajos aportados por Josefa Alicia Jiménez Doreste o los escritos sobre pintura canaria de Fernando Castro, quien denomina a Oramas, refiriéndose la pureza de su estilo, “el más raro de los pintores que las Islas han dado”. Por supuesto, a estos esfuerzos de aproximación a la obra de un pintor fundamental en la tradición de la pintura canaria debe sumarse la propuesta de contextualización dentro del marco de la pintura española realizados por otras voces críticas, entre las que citaremos, entre otros, a Orlando Franco, comisario de la exposición Irradiaciones de Oramas,  muestra producida La Caja de Canarias en 2008.
Se ha señalado el hecho de que la obra de Jorge Oramas forma parte de un modo peculiar de ver y de entender el mundo, dotando a la pintura española de una dimensión metafísica y de una sobreiluminación cromática sin precedentes. Este nuevo ensayo de interpretación sobre el alcance de la obra del pintor grancanario, Jorge Oramas o El tiempo suspendido, plantea interrogantes sobre cuestiones cruciales en el ámbito de una pintura que se resiste a ser definida dentro del mero género de la pintura de paisaje o del retrato al uso, pues abre nuevas escalas en lo real en virtud de su aspiración constructiva, su extraño esquematismo y su calidad iluminante en beneficio de un imaginario pictórico que parece conducirnos hacia lo que el autor del libro denomina “el ámbito de las imágenes primitivas e inconscientes”. Con todo, las sucesivas secciones de esta monografía han sido compuestas de la misma manera a como se articula un texto poético; esto es, no aportando conclusiones o soluciones definitivas, sino interrogantes sobre algunas de las incógnitas que la obra del pintor suscita. Entre ellas, la ausencia de evolución en una obra que pareciera obedecer a un mosaico de fragmentos de una única gran pintura sin referencias ni fechas, a la manera de variaciones musicales; la lectura simbólica del estatismo o la presencia de formas pétreas en la construcción de las escenas oramasianas; el sentido de lo “diurno” en una pintura alentada por la ilusión de un mediodía perpetuo; la peculiaridad de la limpieza expresiva de una pintura esencialmente cromática; el peculiar uso de la sombra —una sombra que ilumina— en su pintura; o la ausencia de espacios interiores en su pintura en armonía con la plenitud que proporciona el espacio abierto. El autor del libro aborda, asimismo, la peculiaridad de la noción de paisaje en el caso de la pintura de Oramas, alimentada por un acentuado esquematismo —“abreviatura visual” lo denomina el autor—, o las formas ascensionales, verticales, como ocurre en sus composiciones de rocas y pitas, riscos, montañas, palmeras y otras composiciones que se nutren de un singularísimo uso del lenguaje pictórico moderno, y que tanto nos recuerda a las cuentas y reflexiones de un joven Andrés de Lorenzo-Cáceres —protagonista, al igual que Espinosa y que el propio pintor, de la generación de la vanguardia canaria— al referirse al “paisaje espiritualizado” y “verticalmente lírico”, como uno de los signos característicos propios de la pintura —y de la poesía— de los creadores insulares de principios de los años veinte y treinta del pasado siglo.
Sin duda, una de las cuestiones centrales del libro tiene que ver con las distintas variantes y expresiones de la luz en la pintura de Jorge Oramas; esto es, la alianza entre la luz y la geometría en pinturas bien conocidas como lo son las dedicadas al Barrio de San Nicolás o a las escenas de Marzagán; también en Aguadoras —quizás uno de los cuadros más reproducidos y citados—,  perteneciente a las colecciones del CAAM de Las Palmas de Gran Canaria. Es en este mismo sentido en el que el Sánchez Robayna subraya hasta qué punto en la pintura de Oramas “todo está en un interminable mediodía del ojo”, pues en su obra —subraya—  “la luz no ciega: talla. Al hacerlo, esta realidad iluminada parece reenviar esa luz a otro lugar, mediante un sutil proceso de selección y reducción de datos, una estructuración de rara economía y equilibrio. Esa luz nos parece iluminante porque, a través de la operación pictórica, las imágenes no se limitan a recibir la luz, sino que al mismo tiempo la conducen hasta otro tiempo, un tiempo suspendido. El instante se eterniza. El acto de seleccionar, reducir, equilibrar, ordenar —esencial en esta pintura—, constituye en sí mismo un acto creador, una operación iluminadora, dadora de luz”. Se trata, en efecto, de una indagación de la luz y de la sombra aplicada sobre la materia del mundo; el movimiento de sístole y diástole de una pintura en la que la luz aporta volumen, define y hasta talla las figuras evocadas en la construcción del espacio visible, y que, en opinión de Sánchez Robayna, pareciera hablarnos del enigma que se esconde tras la propia realidad física; es decir, de la extrañeza de la propia existencia vivida como una exaltación de un presente que, en el escenario cromático de sus escenas rurales o urbanas, se vuelve eterno.
Jorge Oramas llega muy lejos en la composición de sus retratos. La práctica de este género abre otra de las secciones del libro, especialmente sus autorretratos (se conocen tres hasta el momento), en el llamativo diálogo entre figura, espacio, cuerpo y entorno que plantean estas piezas. No en vano, fue Sánchez Robayna quien diera a conocer la única fotografía personal de Oramas conocida hasta hoy, concretamente en un artículo publicado el 24 de octubre de 1981 —hace casi cuarenta años— en las páginas de Jornada Literaria con motivo del setenta aniversario del nacimiento del pintor. De autor desconocido, esta fotografía destaca, curiosamente, por su aire constructivista o casi neoplasticista, muy acorde con la estética de la vanguardia del momento. En este mismo sentido, nos resultan de especial interés los capítulos dedicados a lo que el autor del libro denomina la “relación oblicua o indirecta” que la obra de Oramas establece tanto con la llamada “pintura metafísica” como con los supuestos de la Nueva Objetividad alemana o el rappel à l’ordre del arte europeo de entreguerras. En efecto, realiza un análisis minucioso de los principios de estos movimientos artísticos de vanguardia en los que, con cierta facilidad, suele insertarse la obra del pintor grancanario, y establece los puntos de encuentro con estas tendencias, pero cuestionando, asimismo, los puntos de fuga y el distanciamiento que hacen de la depuración plástica oramasiana y su materialidad lumínica un capítulo de excepción: onirismo metafísico frente a presencia y corporeidad de las figuras en Oramas; realidad crepuscular frente a la plenitud de un mediodía casi hiriente para la visión; perspectivas fantasmales, frente a esquematismo y limpieza compositivas; ausencia de la figura humana frente a la corporeidad del hombre y la mujer insulares; intemporalidad enigmática frente a la afirmación del instante; misteriosa oscuridad frente a la consagración de la luz como materia pictórica... Así pues, la tesis de este ensayo afirma la singularidad del pintor grancanario dentro de los movimientos de las vanguardias artísticas del siglo XX.
Por último, conviene señalar que este nuevo libro publicado por Galaxia Gutenberg aporta una selección de medio centenar de imágenes a color de entre las pinturas que, hoy por hoy, conocemos de Oramas, a las que se suman no solo las láminas de algunas piezas  hasta la fecha desconocidas, sino también las reproducciones de varias obras de pintores contemporáneos de distintas procedencias estéticas con las que la obra de Oramas establece vasos comunicantes, correspondencias y analogías constructivas, como lo son Giorgio Morandi, Theo van Doesburg, EtelAdnan, Milton Avery, Salvo (Salvatore Mangione), Roger Mühl o Luis Palmero.
En la suma de todos los aspectos analizados, el autor del libro es consciente de que el tema crucial de la pintura de Oramas no es otro que el del propio espacio pintórico; o sea, no la mera reproducción de elementos y signos del paisaje, sino la invención de su propio espacio autónomo, la recreación de una realidad distinta, abierta a un intenso cromatismo como una de las formas más potentes de la manifestación de la luz que deviene expresión del tiempo detenido, un “mediodía perpetuo”, un instante incesante y pleno; esto es, el “tiempo suspendido” en la pintura de Oramas.


                             


                              




lunes, 18 de febrero de 2019


La urgencia de lo imprevisto

[A propósito de unas pinturas de Francisco Orihuela]


Un color de sustancias minerales cubre la superficie de los lienzos. El pintor, en una ejecución rápida, en una entrega directa, totalmente libre, sin leyes auto-impuestas y sin concesiones al concepto o a la idea misma de la pintura, compone una partitura de superficies y capas de color, mixturas y yuxtaposiciones donde predominan los azules, el rojo o el amarillo. El suyo es un gesto antiguo; una acción que se convierte en ritual a base de ritmo y repetición, y que vuelve a contarnos algo más sobre la sorpresa del creador frente al lienzo o la hoja en blanco: el qué decir. La pintura toma entonces el impulso de un golpe de dados o de una aparición sobre la tela. El pintor no conoce qué caminos tomará o en qué dirección; y su gesto lo conduce, ajeno de toda cosa, hacia los vericuetos de la expresión liberada de cualquier anécdota o accidente. ¿Cuántas veces el pintor ha repetido el mismo gesto iniciático frente al lienzo? ¿Cuántas veces ha manchado de color las tablillas sobre las que dibuja en busca de no se sabe qué, sin ni siquiera saber cuál será el resultado de su aventura?
La pintura de Francisco Orihuela se nutre de cierta inclinación hacia el automatismo cromático: se quieren asépticas, limpias, desprendidas que toda experiencia. Pero se adivina en ellas el balbuceo de lo inacabado;  el borboteo de manchas que surgen desde el fondo a la manera de cicatrices; la huella de la vida que ha dejado su impronta y condiciona todo lo que su retina toca. Sus lienzos están plagados de desgarros de la materia, de una sobreabundante yuxtaposición de densidades de color que se agolpan unas sobre otras esparciéndose en todas direcciones y compitiendo entre sí por sobresalir de entre la superficie de la materia pictórica. Al mismo tiempo, estas pinturas huyen de la grandilocuencia y se alejan de los grandes tabloides. Existe, ahora, una preferencia por la miniatura y la brevedad del discurso. La elección de una pintura de incandescencias minúsculas: no la iluminación de una mañana atlántica, sino el fulgor quebradizo de las ascuas del fondo de una hoguera, tan solo recibidas como señales de humo o banderas de esperanza por quien las contempla a lo lejos.
Hay una mancha de color abstracta de cuya base sobresalen formas geométricas:  luces o destellos de luces que brotan desde la oscuridad del fondo de la pintura, como el blanco prístino de los glaciares que tanto ha impresionado al pintor en sus numerosos viajes al sur del continente americano. Quizás esa experiencia –la contemplación de los glaciares– haya modificado su percepción y su manera de entender la pintura: existe en ella una luz que se desprende del lienzo y nos dispara directamente a los ojos; algo así como un vestigio de ilusiones perdidas o un color amarillo que es un ocre que es un azul vuelto en oro. Manchas de color abisal. Espasmos de pintura fría de apariencia inacabada. Una pintura que construye fabulosas y sólidas estructuras de un azul casi índigo que le ha robado al blanco su incandescencia y pureza. Un pintura que se busca a sí misma; que lucha por ser huella o testigo del presente, al tiempo que las colosales cordilleras de glaciares, resistentes y quebradizas a un tiempo, arriesgan su existencia al cambio de los ciclos.
Una pintura que aspira a detener lo irremediable, lo mismo que el tiempo atrapado en una capa de hielo. Una pintura envuelta en la urgencia de lo imprevisto, de una aparición sobre la tabla o el lienzo. La tentativa de lo eterno que queda tras el paso de lo efímero; del viento que corre, de la inminencia de las rocas cayendo. La belleza intocada del mundo que se licúa y desaparece.






domingo, 10 de febrero de 2019

De Insectos 

[Lara López, Insectos, ediciones papelesmínimos - colección poesía, nº 5, Madrid, 2017].


La editorial Papeles Mínimos publicó en 2017 el cuaderno de poemas de Lara López, Insectos. A punto he estado de decir "recientemente", pues sabemos que los libros solo pertenecen a una época concreta por el forro la cubierta, decimos– cuando en verdad no son de ningún tiempo presente y en nada obedecen ni los compromete lo que llamamos "actualidad". Lejos de todo discurso poético entiéndase, de todo buen discurso poético– lo actual no es más que una casilla vacía o un estrecho cajón de sastre en el que abandonar a su suerte aquello que tiende a caducar de inmediato. Los libros algunos libros– son incapaces de permanecer en silencio y se convierten en armas arrojadizas dispuestas a saltar desde los anaqueles de nuestra biblioteca en cualquier momento, de la misma manera que un tedioso insecto merodea nuestra mesa de trabajo sin que acertemos a asestarle la estocada final. 
Insectos, sí, también, los de Lara López: obsesiones que asaltan el pensamiento; un puñado de imágenes perdidas, de fragmentos rotos, de poemas visionarios que taladran la memoria presente. Pétalos secos sobre una mesa; la nieve fuera y dentro de la casa a un tiempo, congelando el puñado de imágenes que permanecen cuando la vida salta por los aires y renace de sus propias cenizas. Sábanas blancas, el azul de Formentera, las escenas de circo, la espera. Y el gran escaparate de un mundo que se derrumba. El tarareo, al fin, de unos versos que no llegan y se quedan flotando en nuestras cabezas como un hormigueo o un diluvio por dentro.