lunes, 18 de febrero de 2019


La urgencia de lo imprevisto

[A propósito de unas pinturas de Francisco Orihuela]


Un color de sustancias minerales cubre la superficie de los lienzos. El pintor, en una ejecución rápida, en una entrega directa, totalmente libre, sin leyes auto-impuestas y sin concesiones al concepto o a la idea misma de la pintura, compone una partitura de superficies y capas de color, mixturas y yuxtaposiciones donde predominan los azules, el rojo o el amarillo. El suyo es un gesto antiguo; una acción que se convierte en ritual a base de ritmo y repetición, y que vuelve a contarnos algo más sobre la sorpresa del creador frente al lienzo o la hoja en blanco: el qué decir. La pintura toma entonces el impulso de un golpe de dados o de una aparición sobre la tela. El pintor no conoce qué caminos tomará o en qué dirección; y su gesto lo conduce, ajeno de toda cosa, hacia los vericuetos de la expresión liberada de cualquier anécdota o accidente. ¿Cuántas veces el pintor ha repetido el mismo gesto iniciático frente al lienzo? ¿Cuántas veces ha manchado de color las tablillas sobre las que dibuja en busca de no se sabe qué, sin ni siquiera saber cuál será el resultado de su aventura?
La pintura de Francisco Orihuela se nutre de cierta inclinación hacia el automatismo cromático: se quieren asépticas, limpias, desprendidas que toda experiencia. Pero se adivina en ellas el balbuceo de lo inacabado;  el borboteo de manchas que surgen desde el fondo a la manera de cicatrices; la huella de la vida que ha dejado su impronta y condiciona todo lo que su retina toca. Sus lienzos están plagados de desgarros de la materia, de una sobreabundante yuxtaposición de densidades de color que se agolpan unas sobre otras esparciéndose en todas direcciones y compitiendo entre sí por sobresalir de entre la superficie de la materia pictórica. Al mismo tiempo, estas pinturas huyen de la grandilocuencia y se alejan de los grandes tabloides. Existe, ahora, una preferencia por la miniatura y la brevedad del discurso. La elección de una pintura de incandescencias minúsculas: no la iluminación de una mañana atlántica, sino el fulgor quebradizo de las ascuas del fondo de una hoguera, tan solo recibidas como señales de humo o banderas de esperanza por quien las contempla a lo lejos.
Hay una mancha de color abstracta de cuya base sobresalen formas geométricas:  luces o destellos de luces que brotan desde la oscuridad del fondo de la pintura, como el blanco prístino de los glaciares que tanto ha impresionado al pintor en sus numerosos viajes al sur del continente americano. Quizás esa experiencia –la contemplación de los glaciares– haya modificado su percepción y su manera de entender la pintura: existe en ella una luz que se desprende del lienzo y nos dispara directamente a los ojos; algo así como un vestigio de ilusiones perdidas o un color amarillo que es un ocre que es un azul vuelto en oro. Manchas de color abisal. Espasmos de pintura fría de apariencia inacabada. Una pintura que construye fabulosas y sólidas estructuras de un azul casi índigo que le ha robado al blanco su incandescencia y pureza. Un pintura que se busca a sí misma; que lucha por ser huella o testigo del presente, al tiempo que las colosales cordilleras de glaciares, resistentes y quebradizas a un tiempo, arriesgan su existencia al cambio de los ciclos.
Una pintura que aspira a detener lo irremediable, lo mismo que el tiempo atrapado en una capa de hielo. Una pintura envuelta en la urgencia de lo imprevisto, de una aparición sobre la tabla o el lienzo. La tentativa de lo eterno que queda tras el paso de lo efímero; del viento que corre, de la inminencia de las rocas cayendo. La belleza intocada del mundo que se licúa y desaparece.






domingo, 10 de febrero de 2019

De Insectos 

[Lara López, Insectos, ediciones papelesmínimos - colección poesía, nº 5, Madrid, 2017].


La editorial Papeles Mínimos publicó en 2017 el cuaderno de poemas de Lara López, Insectos. A punto he estado de decir "recientemente", pues sabemos que los libros solo pertenecen a una época concreta por el forro la cubierta, decimos– cuando en verdad no son de ningún tiempo presente y en nada obedecen ni los compromete lo que llamamos "actualidad". Lejos de todo discurso poético entiéndase, de todo buen discurso poético– lo actual no es más que una casilla vacía o un estrecho cajón de sastre en el que abandonar a su suerte aquello que tiende a caducar de inmediato. Los libros algunos libros– son incapaces de permanecer en silencio y se convierten en armas arrojadizas dispuestas a saltar desde los anaqueles de nuestra biblioteca en cualquier momento, de la misma manera que un tedioso insecto merodea nuestra mesa de trabajo sin que acertemos a asestarle la estocada final. 
Insectos, sí, también, los de Lara López: obsesiones que asaltan el pensamiento; un puñado de imágenes perdidas, de fragmentos rotos, de poemas visionarios que taladran la memoria presente. Pétalos secos sobre una mesa; la nieve fuera y dentro de la casa a un tiempo, congelando el puñado de imágenes que permanecen cuando la vida salta por los aires y renace de sus propias cenizas. Sábanas blancas, el azul de Formentera, las escenas de circo, la espera. Y el gran escaparate de un mundo que se derrumba. El tarareo, al fin, de unos versos que no llegan y se quedan flotando en nuestras cabezas como un hormigueo o un diluvio por dentro. 


jueves, 7 de febrero de 2019

Mi vida con Max Beckmann


[Mathilde Beckmann, Mi vida con Max Beckmann1925-1950, La Micro ediciones, traducción deVirginia Maza, Madrid, 2018. ]




«Mi objetivo -apuntaba Max Beckmann (Leipzig, 1884 - Nueva York, 1950) en sus anotaciones y cuadernos de trabajo; esto es, en sus Escritos, diarios y discursos- siempre es captar lo mágico de la realidad y trasladar esta a la pintura; hacer visible lo invisible a través de la realidad». Sin duda toda una declaración de intenciones y un sencillo decálogo para buena parte de la pintura moderna (y contemporánea), que incluso compromete a otras disciplinas con las que la pintura ha ido siempre de la mano, como es el caso de la poesía, pues ambas han aspirado a la tentativa de abrir escalas en lo real. Dicho de otro modo, hacer que surjan de una sola varilla, infinitas varillas (cito de memoria un poema de Aníbal Núñez). Tengo la sensación de que Max Beckmann ha sido siempre uno de esos pintores sobre los que no se ha sabido demasiado, o tal vez no lo suficiente, acaso por la dificultad de ver reunida lo mejor de su pintura, o quizás por su cercanía a otros artistas de su generación que, como él, abrieron el camino de la nueva objetividad. 
Recientemente hemos podido ver una buena parte de sus pinturas en la exposición que el pasado otoño le dedicaba el museo Thyssen en Madrid, comisariada por Tomàs Llorens, y en la que se reunían más de medio centenar de obras del pintor, desde su primera época en la Alemania de entreguerras -la etapa más rotunda y de un mayor acierto pictórico-, hasta su exilio con la llegada al poder del fascismo y la declaración como "arte degenerado" -un 18 de julio de 1937- de buena parte de la creación artística del momento. Un segundo conjunto de obras corresponderían a su periplo holandés y, finalmente, a su breve aventura estadounidense. El comisario de la muestra ha sabido estructurar este ciclo expositivo en cuatro momentos que se corresponden con cuatro metáforas del exilio; a saber, "Máscaras", "Babilonia eléctrica", "El largo adiós" y "El mar", que de forma sucesiva interpretan la trayectoria del pintor en su periplo entre Europa y América, y la extrañeza infinita de su identidad interrumpida. 
A esta muestra pictórica se suma la buena noticia de la publicación de las memorias de Mathilde Beckmann, Mi vida con Max Beckmann, quien desde la visión privilegiada que permite la proximidad, ofrece una mirada íntima y cercana del artista: no solo sus inclinaciones e ideas sobre el arte; sus pensamientos sobre la política o sobre la urbe del momento y, en fin, sus obsesiones, sino el perfil humano del pintor: «En los años que pasamos en Fráncfort, iba a veces a la estación central ya entrada la noche, para observar el ir y venir de la gente. Eso le servía para ver muchos "tipos" que luego utilizaba en sus cuadros. Le fascinaban los ríos de gente, sus voces y caprichos, los nervios del viaje, los altibajos que construyen  la vida, las alegrías y las penas, y todo eso espoleaba su fantasía».
El estilo de Mathilde es directo y lleno de alusiones nostálgicas. De alguna manera, parece un cuaderno escrito desde muy lejos en el tiempo. No un diario en el que se suceden discontinuamente  momentos y detalles que acaban de ser vividos; no fragmentos escritos desde la inmediatez y la cercanía de la experiencia, sino recuerdos llevados a la escritura con una visión retrospectiva que llama a las cosas por su nombre y medita sobre el sentido del diario acontecer. Se diría que Mathilde ejemplifica aquel pensamiento que explica que, sin distancia, no es posible poseer las cosas. Y solo ahora, a través de la evocación de la memoria y de la selección que le permite la materia del olvido alcanza a comprender el sentido de su vida junto a Max y construye su relato: «Antes de partir a Nueva York, Max tenía que hacer una "tarea": poner notas a sus alumnos. Era algo que no le gustaba, porque no creía que las capacidades artísticas pudieran valorarse de esa forma. Los alumnos nos prepararon una fiesta de despedida. La última noche, el señor y la señora Gaw nos invitaron también a cenar. La tarde del sábado del 19 de agosto subimos al tren que nos iba a llevar a Nueva York. Max recogió las impresiones del viaje en su diario: [...]». 
Max Beckmann falleció el 27 de diciembre de 1950 a causa de un infarto mientras se dirigía al Museo Metropolitano para asistir a l exposición American Painting Today (1950) en la que se había incluido su obra "Autorretrato con chaqueta azul". 



sábado, 2 de febrero de 2019



"En Oramas -lo hemos dicho en otra ocasión-, todo está en un interminable mediodía del ojo. En esta pintura, la luz no ciega: talla. Al hacerlo, esta realidad iluminada parece reenviar esa luz a otro lugar, mediante un sutil proceso de selección y reducción de datos, una estructuración de rara economía y equilibrio. Esa luz nos parece iluminante porque, a través de la operación pictórica, las imágenes no se limitan a recibir la luz, sino que al mismo tiempo la conducen hasta otro tiempo, un tiempo suspendido. El instante se eterniza. El acto de seleccionar, reducir, equilibrar, ordenar -esencial en esta pintura-, constituye en sí mismo un acto creador, una operación iluminadora, dadora de luz".

[Andrés Sánchez Robayna. Fragmento extraído del libro Jorge Oramas o el tiempo suspendido, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018].