Dos perros viejos
Llega otra vez el otoño, con sus ropajes altos y sus colores terrosos. Llega aunque no lo parezca, porque gusta de inmiscuirse con cautela entre las cosas, hasta que una tarde nos va calando los huesos con sus aires volanderos y nos damos por fin cuenta de que ha llegado. La ciudad de La Laguna se va envolviendo en una luz de matices extraños, en un ya casi extinto mes de septiembre que en su huida incendia los celajes tardíos.
La ciudad está irreconocible, especialmente porque algunos de sus personajes más ilustres ya no están entre nosotros. El viejo Arturo Maccanti nos dejó el día 12 de septiembre, hace ahora diez años. La Laguna no ha vuelto a ser la misma desde entonces; poco a poco se ha ido transformando en un lugar ruidoso tomada por terrazas en cada esquina. Y se le echa de menos, a Arturo, sentado en las inmediaciones de La Concepción, en cualquier esquina, o hablando con Gonzalo El Conco en la puerta de garaje pintado por Gervasio.
Tomé esta fotografía una tarde cualquiera en la terraza del café Venecia. Al veterano escritor, amigo de sus amigos, le hubiese gustado saber que diez años después de su muerte el pintor Carlos Rivero [a la derecha en la fotografía] pintaría unas acuarelas de cuerpos sumergidos en extraños tintes de colores macilentos. Un recuerdo del futuro, tal vez; un retrato de su cuerpo caduco que es también el de todos los cuerpos y es ahora el del poeta descendido a los infiernos del olvido.
Gracias Arturo por tu poesía.
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