miércoles, 25 de marzo de 2020


22 de marzo

Al final todos tienen razón en lo que dicen, o creen tenerla, y entre esto y aquello se demoran en la secreta trastienda de las complicidades. Hay siempre algo perverso en el decir a medias; esa sensación de que el lenguaje mana siempre de su discurso irónico en el que todo es y no es a un tiempo.



21 de marzo

El cielo se ha enrarecido y parece que se aproxima una tormenta. Al menos eso es lo que anuncian estos vientos enfurecidos que zarandean los árboles de un lado para el otro. Las niñas se preparan para sus clases con Claire, aunque al parecer esta vez será a través de "vídeo-llamada". Mientras tanto yo preparo mis botas de montaña para salir con los perros, y al regresar me entretengo, con ropa de faena, en labores de limpieza en algunos armarios. Por la tarde llamo a mis padres para ver cómo se encuentran en su clausura de Chamberí. Hago yo también una "vídeo-llamada", por mejor decir, porque la cosa digital se ha impuesto, y quieras o no acabas apretando botoncitos y tecleando donde quiera que vayas sobre cualquier superficie. Piensas por un momento en el olvidado placer del tiempo lento de las cabinas telefónicas. (La premura por decirlo todo antes de que el tiempo se agote y tengas que meter la mano en el bolsillo para agarrar unas cuantas monedas que al final serán insuficientes). El viejo recostado en el sillón me dice que no se levanta para nada y que tiene la nevera llena, mientras mi madre aparece desde el fondo de la pantalla del teléfono, con su habitual sonrisa a pesar de sus muchas dolencias, y de su andar encorvado a causa de los achaques que el tiempo ofrece como trofeo. Caigo de pronto en la cuenta de que esa ha sido su mayor herencia, más allá de la complexión de mi cuerpo y de mi cráneo de ascendencia aborigen: el optimismo, la alegría, la generosidad, la entrega. Al caer la noche el viento se empecina y promete soplar con más violencia, como si fueran a desatarse, de pronto, cien caballos salvajes frente a la puerta de la casa.




20 de marzo


Escucho en la radio que estos días de confinamiento van para largo, y que el virus se ha extendido por todo el planeta. Alguno habrá que piense que es un mal de origen divino; algo así como un agua bendita mal avenida arrojada desde lo alto del patíbulo de los dioses, o una lepra medieval que se revuelve en su penumbra para sembrar el pánico al contagio. Intento acercarme al supermercado para comprar algunas cosas y me asiste una extraña sensación de alerta ante la premura contenida de algunos clientes movidos por una prisa inusual. No se trata de esa graciosa urgencia que lleva en volandas al que asiste a las rebajas y espera delante de la puerta de la tienda a que se abra el establecimiento. Esto es otra cosa. Aquí se percibe una precipitación casi animal que me lleva a pensar en uno de mis perros. (Se hace a veces difícil ponerle su ración diaria en el comedero, pues casi se abalanza sobre mí cuando me dispongo a colocar el cazo junto a su caseta). Recuerdo, entonces, lo que me decía Brian en su último correo: la experiencia de percibir una extraña sensación de peligro en el supermercado, mientras te dispones a introducir verduras en tu cesta de la compra.



No hay comentarios:

Publicar un comentario