31 de marzo
Último día del mes de este marzo incompleto. El tiempo de la mañana es tan breve como todas las cosas hermosas. Hace un momento estaba el mar incendiado por masas ígneas de color; rojos y naranjas que lo impregnaban todo para luego perderse en colosales incandescencias. Lo he visto desde la habitación de la pequeña Sol. Mientras contemplo este espectáculo por entre las rendijas de la persiana, la niña se ha despertado. Me habla muy bajito, casi al oído, como si se tratara de una confidencia. Me pide que le cierre la puerta porque quiere leer. Es temprano. Muy temprano. La montaña se ilumina ahora por completo.
30 de marzo
La luz de mi escritorio no es la apropiada y la vista se me fatiga con facilidad frente a la pantalla del ordenador. El tiempo transcurre con su habitual premura y cuando me doy cuenta ya casi es mediodía. Ahora caigo en la cuenta de que precisamente al mediodía vendría el amigo Christian a traerme a casa una cesta de verduras y frutas. Desde hace algún tiempo vive en Cuevecitas. Christian es un agricultor ecológico, al margen de cualquier ortodoxia de consumo. En varias ocasiones me ha explicado que utiliza un método de cultivo ancestral que depende de las oscilaciones lunares y del uso de abonos del terreno totalmente naturales. En verdad es una de las personas más auténticas que conozco. Admiro su manera de estar en el mundo. Está armado de una franqueza sin condiciones ni ambages de ningún tipo que a veces puede llevarlo a ser un tanto radical en sus observaciones (pero tú nunca serás merecedor de semejante franqueza). Junto a la cesta de fruta y verduras me ha traído una hojilla publicitaria de cuentos tradicionales bretones. Me dice que lee y estudia todas las noches la lengua bretona, aunque no tenga nadie con quien conversar. Supongo que se trata de un pequeño rito que lo mantiene unido a la tierra; esto es, un cordón umbilical que lo aferra al paisaje ancestral de sus orígenes (aprendía el idioma a leyendo cancioncillas infantiles, historias y leyendas tradicionales). Ahora recuerdo que en Bretagne alguien me subrayó que no había nada más poético que estudiar una lengua muerta, porque se invierte el sentido utilitario y la aplicación práctica del lenguaje comunicativo en beneficio de la utilidad de lo inútil; esto es, del uso poético del lenguaje. Estudiar una lengua muerta significa, además, asumir nuestro propio destino y entregarnos a nuestra única certeza, pues lo único que sabemos es que algún día habremos de abandonar todo lo que nos rodea. Explicado de esta manera, con semejantes argumentos, yo también estoy de acuerdo con la idea de que no podría existir un acto más poético y gratuito.
Último día del mes de este marzo incompleto. El tiempo de la mañana es tan breve como todas las cosas hermosas. Hace un momento estaba el mar incendiado por masas ígneas de color; rojos y naranjas que lo impregnaban todo para luego perderse en colosales incandescencias. Lo he visto desde la habitación de la pequeña Sol. Mientras contemplo este espectáculo por entre las rendijas de la persiana, la niña se ha despertado. Me habla muy bajito, casi al oído, como si se tratara de una confidencia. Me pide que le cierre la puerta porque quiere leer. Es temprano. Muy temprano. La montaña se ilumina ahora por completo.
30 de marzo
La luz de mi escritorio no es la apropiada y la vista se me fatiga con facilidad frente a la pantalla del ordenador. El tiempo transcurre con su habitual premura y cuando me doy cuenta ya casi es mediodía. Ahora caigo en la cuenta de que precisamente al mediodía vendría el amigo Christian a traerme a casa una cesta de verduras y frutas. Desde hace algún tiempo vive en Cuevecitas. Christian es un agricultor ecológico, al margen de cualquier ortodoxia de consumo. En varias ocasiones me ha explicado que utiliza un método de cultivo ancestral que depende de las oscilaciones lunares y del uso de abonos del terreno totalmente naturales. En verdad es una de las personas más auténticas que conozco. Admiro su manera de estar en el mundo. Está armado de una franqueza sin condiciones ni ambages de ningún tipo que a veces puede llevarlo a ser un tanto radical en sus observaciones (pero tú nunca serás merecedor de semejante franqueza). Junto a la cesta de fruta y verduras me ha traído una hojilla publicitaria de cuentos tradicionales bretones. Me dice que lee y estudia todas las noches la lengua bretona, aunque no tenga nadie con quien conversar. Supongo que se trata de un pequeño rito que lo mantiene unido a la tierra; esto es, un cordón umbilical que lo aferra al paisaje ancestral de sus orígenes (aprendía el idioma a leyendo cancioncillas infantiles, historias y leyendas tradicionales). Ahora recuerdo que en Bretagne alguien me subrayó que no había nada más poético que estudiar una lengua muerta, porque se invierte el sentido utilitario y la aplicación práctica del lenguaje comunicativo en beneficio de la utilidad de lo inútil; esto es, del uso poético del lenguaje. Estudiar una lengua muerta significa, además, asumir nuestro propio destino y entregarnos a nuestra única certeza, pues lo único que sabemos es que algún día habremos de abandonar todo lo que nos rodea. Explicado de esta manera, con semejantes argumentos, yo también estoy de acuerdo con la idea de que no podría existir un acto más poético y gratuito.
De nuevo amanece un día pleno de altos y nítidos celajes. La isla de Gran Canarias puede verse hoy incluso con mayor claridad que en días anteriores, y desde aquí se divisan algunos barrancos e incluso núcleos de casas blancas que, imagino, deben pertenecer al municipio de Galdar. El panorama es absolutamente espectacular. Esa sensación de claridad es acompañada por el silencio en el que parece sumirse el Valle entero ante la ausencia de tráfico y actividad laboral en la zona. Con todo, me gusta afinar el oído y escuchar los sonidos que se proyectan barranco arriba. El cauce del barranco sirve de canal por el que desfilan sonidos de los más distintos matices. Hay días en los que se pueden distinguir varios tipos de pájaros, entre ellos, el cernícalo, que ciertamente es el ave tutelar de estos celajes. Y también sonidos indeterminados que ascienden desde las terrazas que se encuentran mucho más abajo. Hoy toda la mañana ha estado repiqueteando a lo lejos una taladradora. Lo extraño es que sea, precisamente, hoy domingo. Por la la tarde he tenido que salir con el coche por lo alrededores, pues me he quedado sin batería y ha sido necesario hacerle un puente entre baterías. Blubil ha subido al coche y hemos subido por la calle El Seifón hasta llegar a la hacienda del Cabildo que se encuentra en lo alto de La Florida. Allí empieza un sendero que asciende hasta lo alto de la montaña y llega a las torres. Por la tarde, repaso algunas notas escritas en estos días y celebro la galería de retratos chevillyanos que me hace llegar Javier. Una secuencia de pinturas dignas de participar en cualquier muestra sobre el retrato moderno en España, aunque en España, precisamente, acaso por un raro afán de centralismo, se olvida muchas veces figuras de la talla y altura artísticas como la de Carlos Chevilly. En verdad sus retratos plantean siempre una pregunta: la imagen atemporal que introduce cualquiera de ellos; su secuencia detenida en el tiempo, petrificada, nos lleva a interrogarnos sobre el enigma de la propia existencia de los personajes llevados al lienzo (quiénes eran, qué hicieron, qué vieron, qué sintieron, por qué ya no están entre nosotros), sobre la huella de sus vidas transformadas en pintura.
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