(19 del mes abril de dos mil veinticinco)
En verdad nuca sé lo que voy a escribir cinco minutos antes de sentarme frente a la página en blanco –e incluso frente a la pantalla del ordenador– y esbozar algunas palabras sobre el tablero. Un gesto de atención anima lo que escribo; un estado de gracia en el que las palabras van componiendo su propio discurso, tantas veces incompresible. Siempre me han interesado las reflexiones del poeta belga Fernand Dumont sobre el automatismo, especialmente cuando afirma aquello de que solo lo escrito automáticamente es necesariamente auténtico. El problema es, claramente, hasta qué punto podemos deslindarnos de lo dictado sobre la página en blanco; hasta qué punto el pulso de nuestro pensamiento puede inhibirse completamente y dejar que las cosas rueden sueltas por el suelo sin que a nadie le importe precisamente porque a nadie puede importarle aquello que no les ha sido dado concebir. Copié sobre mi mesa de trabajo hace ya varios años un poema de César Moro que hablaba del amor, y ahora veo que se ha ido difuminando por el roce del brazo. Hay mucho de autenticidad en esos poemas sobre el amor (seguramente el único concepto que le interesaba); lo único que realmente animaba su escritura y su pensamiento. Hay en ellos algo que tiene que ver con ese impulso ágil y rápido de la escritura automática; una fuerza visceral e incompresible que va trazando sus palabras y las obliga a llegar hasta donde es casi imposible llegar; un estado de sorprendente irracionalidad que, sin embargo, crea su propia lógica. Algo así como si nos sumergiésemos durante unos minutos bajo el agua para volver a sacar la cabeza a la superficie.
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