viernes, 30 de julio de 2010

Sobre el dibujo de Julio Blancas, el bárbaro (y II)




Cabello y río enlutados, piel como metal bruñido, pozo y noche lorquianas, deslizantes y heladas; el silencio de un severo tizón, la suave soledad de un azabache, la factura perfecta de una duna de arenas negras en una playa de arenas negras.

He visto a Julio Blancas dibujar cráneos de tortugas ciegas, cráneos de mastodontes, de leones marinos, de jirafas. Y lo he visto tomar cráneos en sus manos, con pose reflexiva, a la manera de un anacoreta en su estudio.

Cráneos humanos y cráneos de animales salidos de no se sabe qué bestiario jurásico. Meditación sobre la vanitas. Julio Blancas: Jorick del siglo XXI.

Equilibrio tenaz del gesto último: las cuencas vacías de los ojos, el orificio nasal, las mandíbulas. El lugar vacío. La plaza sin nadie.


Cráneo: apenas una concha hueca y huera, despojada de sí. Vacío escondrijo olvidado por el alma. Lo que queda cuando todo falta.

Dibujos que abren una ventana a la profunidad del movimiento, cual ondulaciones del carbono azul que alimenta el flujo de las mareas.

Invítanos, Blancas, a buscar en tu dibujo el tercer cuerno de la jirafa.

Todo el mundo sabe que Blancas vive con un felino. Él mismo ha relatado cómo en ocasiones es el gato quien dibuja por él, a golpe de zarpazos, y le dicta al oído la dirección que deberá tomar el enérgico lápiz sobre la piedra, sobre el metal, sobre la madera o el papel. Gato amigo, pero felino. Fuerza y vigor, templanza y fijeza se reconcilian en la mirada del animal, en el gesto del bárbaro.

La curiosidad de Leonardo por las formas interiores de los órganos, las órbitas, las cavidades del cráneo. Los sedimentos de la caja craneana; el contacto de capas y fluidos que nos transporta hacia el interior; el Quaderni d’anatomia y su conocido relato de la cebolla: "Si cortas una cebolla por el medio -subraya–, podrás ver y contar todas las túnicas o capas que forman círculos concéntricos a su alrededor. Del mismo modo, si seccionas una cabeza humana por el medio, cortarás primero la cabellera, luego la epidermis, la carne muscular y el epicráneo, después el cráneo con, por dentro, la duramadre y la piamadre y el cerebro, por fin de nuevo, la piamadre y la duramadre, la rete mirabile así como el hueso que le sirve de base".

En una mano, un cráneo dibujado por Julio Blancas. En la otra, una postal con la imagen de San Jerónimo.



Lección de permanencia, la del músico que dedica ocho horas al día al estudio de su instrumento.

¿De qué depende la flotabilidad de un objeto? ¿Y la de un cuerpo? ¿De qué depende la flotabilidad de una cebolla? ¿Y la de un piano? ¿De qué depende la flotabilidad de la obra de un artista?

De la viscosidad de cien ríos basálticos, de cien coladas gordianas. Del decir de la morfología del cráneo: órbitas, pasadizos, tegumentos; planos, crestas, pedúnculos cerebelosos; fosas, bulbos, abismos sin peso, cavidades.

Háblame del manual de instrucciones para cruzar el puente de Valorio sin llegar a perder del todo la cabeza. Háblame de la tinta ennegrecida como el agua del charquito de la casona.

Ah, espacio vacío; gruta impenetrable. Cavidad de los dioses, rosa de la imaginación, cáliz del deseo. Caja craneana: desata tus bienes, tus dádivas, háblanos de ti, cráneo de Pandora.

Al cruzar por entre las estanterías de la biblioteca, un libro en caída libre se precipita desde los anaqueles más altos, quedando abierto por un página cualquiera. Entonces leo: "[...] quité la primera capa, luego la siguiente y así sucesivamente hasta que me di cuenta de que iba a quitar todo y que ya no quedaría cebolla alguna, ya que una cebolla sólo está hecha de envolturas sucesivas que finalmente no envuelven nada en absoluto. Eso no impide que una cebolla sea algo existente. Pero el hecho de pelarla no conduce a nada. Por lo demás, puede decirse de todas las cosas que, en general, no están allí donde se las busca. El arte tampoco está donde se le busca, sino ahí cerca, debajo de vuestras narices".

[J.Bubuffet, Prospectus et tous écrits suivants, II, París, Gallimard, 1967.]



PICASSO.- ¡Me gusta el murciélago! Las mujeres le tienen horror… Piensan que se les puede enganchar en el pelo. Pero posiblemente es el animal más bello, de una finura extraordinaria… ¿Se ha fijado usted en sus ojillos brillantes, chispeantes de inteligencia, y en su piel sedosa como el terciopelo? Fíjese en todos esos huesecillos tan delicados.
YO.- ¡Estaba seguro de que a usted le gustaban los esqueletos! Yo los he estudiado; me he divertido desmontándolos, ensamblándolos… Nada mejor para comprender al genio de la creación que reconstruir un esqueleto.
PICASSO.- Tengo verdadera pasión por los huesos. Tenía muchos en Goisgeloup: esqueletos de pájaros, cabezas de perros, de ovejas… Incluso un cráneo de rinoceronte. ¿Los vio usted, tal vez, en la granja? ¿Se ha fijado que los huesos están siempre modelados y no tallados, que se tiene siempre la impresión de que salen de un molde, después de haber sido modelados en arcilla? Cualquiera que sea el hueso que usted mire, siempre encontrará la huella de los dedos. Dedos a veces enormes, a veces liliputienses, como los que han debido de modelar los minúsculos y delicados huesecillos de este murciélago. Siempre veo en cualquier hueso la marca de los dedos de ese dios que se ha divertido en darles forma. ¿Y se ha dado cuenta de que con sus convexidades y concavidades los huesos se encajan unos en los otros? ¿Se ha dado cuenta de con qué arte están "ajustadas" las vértebras?

[Brassaï, Conversaciones con Picasso, Turner - Fondo de Cultura Económica, Colección Noema. Traducción de Tirso Echaendía; revisión de María José Guadalupe. Tuner Publicaciones SL. 2002, pág. 108.]


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Imagen 1. Julio Blancas, Cerebro, pelo de autor, 1993.
Imágenes 2, 3 y 4: Julio Blancas, Serie Cráneos, 2010.
Sobre el dibujo de Julio Blancas, el bárbaro (I)



Manchas por todas partes: en la pared, sobre la mesa, en los zapatos, sobre el cuerpo. Manchas color azabache sobre los párpados desnudos, sobre los pies desnudos, sobre la tierra desnuda. Manchas fósiles que hacen aparecer ante nuestros ojos imágenes de un tiempo sin edad. Espejismos, blasones, atlántidas.

Nudos, hilos, tegumentos que se entretejen como constelaciones en fuga; cabellos entrelazados color azabache, como fuegos artifiales imperceptibles en el cielo nocturno.



El color del vértigo, el no-color, el color de las grutas sin sentido de lo ignoto; el color de la masa de color de una nebulosa. El color blancas.




Los que visitan el estudio de Julio Blancas saben que se adentran en la guarida de un gigante: Cíclope taciturno que regresa de librar batallas mitológicas.

Julio Blancas dibuja lo que dibuja sin saber muy bien qué demonios está dibujando y por qué nuevos caminos le llevarán los trazos venideros. ¿Será, Julio Blancas, la personificación del genio -a punto he estado de decir "bárbaro"- kantiano?

Un niño encuentra sobre una roca oculta entre tabaibas, en la montaña, signos indescifrables. El niño repasa con sus dedos el sentido de los trazos sobre la piedra, introduciendo la yema de su índice entre los cauces irregulares que ha dejado el tiempo. El muchacho retiene en su memoria las inscripciones. Luego, al volver a la casa, toma sus lápices de colores y dibuja el movimiento de las alas de un pájaro, el balanceo de las ramas de un árbol en medio de una tormenta, la sombra de una montaña sobre el paisaje. Hasta que, al fin, comienza a dibujar la misma imagen fósil que vio en la roca, e intenta comprender.



Los lápices color azabache con los que dibuja Julio Blancas están hechos de la materia gris de un bosque jurásico, extinguido hace doscientos millones de años. Nadie sabe, en verdad, dónde consigue Julio Blancas sus provisiones. Acaso obtiene con gesto primitivo el grafito suspendido, estalactito, de las paredes de cavernas innombrables.

Imagino a Julio Blancas subiendo y bajando escaleras interminablemente, pasadizos, corredores que comunican bajo tierra en busca de su mina de grafito. Lo imagino abriendo túneles, trasladando piedras preciosas en viejas y chirriantes vagonetas hasta dar con la munición que habrá de alimentarlo durante los próximos meses.

Dicen los entendidos que pocas veces se logra ver de cerca, sereno, a un Cíclope, pues la ebriedad de los soles delirantes ciega su solo ojo hasta que cae rendido, preso de imágenes obsesivas y mundos alucinantes.

Si estás en una fiesta y ves entrar a Julio Blancas avanzando entre la multitud, echa a correr, cual Acis, el desdichado. Huye si puedes de la obsesión de sus nudos gordianos, de su cabellera titánica, de sus trapecios arrojadizos.



Repetir el mismo gesto cientos de veces hasta que la punta del lápiz se adecúe a la manera de perder grosor en frotaciones contra la superficie, como animal impetuoso que fecunda a su víctima hasta el agotamiento. Frotar, rasgar, retorcer, envestir, apurar, frisar, escupir en todas direcciones... explosión en cientos de trazos delirantes hasta alcanzar el control final del último gesto.

Mira las líneas de tus manos inscritas a cada paso que das sobre la tierra, sobre las palmas que acarician los celajes, sobre las estampidas del mar, sobre tus ojos ciegos.

Hacia donde quiera que gires la cabeza sólo encontrarás el destello de cien constelaciones.

Tenebrosa noche, la del caminante que cae en sus redes, por siempre ya condenado al extravío. Sin muros ni setos, el dibujo de Julio Blancas se convierte en efectivos laberintos, en losas de soledad y silencio, en huellas de una escritura indescifracle.


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1. De izquierda a derecha: Julián Zugazagoitia, Julio Blancas, Juan Carlos Batista, en casa del artista, contemplando "nudos gordianos". Otoño de 2008.
2. Sin títuto, grafito sobre parabólica, 110 x 100 cm.
3. Parabólica, grafito sobre aluminio, 102 x 93 cm.
4. Juan Carlos Batista, Julián Zugazagoitia, Isidro Hernández y Julio Blancas, en el estudio del artista, contemplando parabólicas y obras sobre papel de gran formato. Otoño de 2008.
5. De la serie Nudos gordianos, grafito sobre aluminio, 23 x 23 cm.