domingo, 18 de diciembre de 2011

El contador


En la Villa de Arico, Montaña arriba, el valle que llaman El contador. Casi se dijera una isla dentro de otra isla, al margen; un mundo dentro de otro mundo.




No sé muy bien por qué razón son pocas las personas que saben de la existencia de este lugar. Tampoco yo, hasta hace bien poco, lo conocía. Carretera del sur adelante -como dijera Emeterio Gutiérrez Albelo en su Kodak superficial, sus Estampas del sur de Tenerife-, "rabo de lagarto herido, reiterada S borracheril", subimos montaña arriba, codo con codo con las ventanas de triunfante claridad que va abriendo el valle ante nuestra mirada.


Siento deseos de reír, mientras el sol va convertiendo en oro lo que toca a su paso.


El valle de El Contador, desolado, al margen de la vida o en la cima de ésta; casi un epílogo para la isla de las maldiciones.




Montaña arriba sólo se escuha el ladrido de unos galgos a lo lejos. Poco a poco la aridez del paisaje del sur va mudándose en una luz verdecida que anuncia la Corona Forestal.


Por su estrecha carretera de agujeros, baches y socavones; por la fijeza con la que el sol golpea la frente de sus visitantes, el valle de El Contador tiene algo de tierra inaccesible. El valle se abre a nuestro paso con la gracia de esos pocos parajes intocados, como si apareciésemos, por arte de magia, introducidos en una postal rural de otro tiempo.


Junto a la carretera, montañas de cardos hasta donde la mirada alcanza. Siento, entonces, deseos de imitar el gesto, inocente, del poeta Aníbal Núñez en la primavera soluble. También yo, al tocar cardo, me he manchado de plata.


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