lunes, 4 de diciembre de 2017


Rosas rojas para Roberto Torres





Rodar libre por el suelo hasta convertirse en piedra; rodar libre por el aire hasta transformarse en pájaro; rodar ajeno a sí mismo y a los límites del cuerpo hasta adoptar los movimientos de un animal en celo.

Cuerpo que busca liberarse de sí, desligarse de las cuerdas que lo atan a todas las cosas. Desandar los pasos hasta alcanzar el gesto primero del niño que fue.

Un hombre que es todos los hombres. Su sacrificio, al fin, es el sacrificio de todos por intentar mantener entre las manos unos cuantos granos de sal o unos pétalos de rosas: apenas dos o tres certezas que se resbalan por entre los dedos y se esfuman casi sin darnos cuenta.

Todo acaba derrumbándose y cayendo sobre sí mismo, todas las certezas, hasta rodar por el suelo en una lenta ceremonia en la que volvemos a empezar irremediablemente: la misma torre, plato sobre plato, como si se tratara de un torpe juego de naipes. Del cero al cien y del cien al cero, los platillos van sumándose uno tras otros, construyendo su propia superficie de espirales diminutas. Los platillos volantes.

Roberto Torres en pie sobre sus hombros. Roberto Torres navegando sobre una canoa de papel. Roberto Torres sobre una barquilla de hojalata. Roberto Torres sobre la arena de una playa negra.

Roberto Torres en el equilibrio permanentemente inestable de sus movimientos, buscando incansablemente el gesto crucial, la llave que lo lleve de la realidad al mito; de la vida al sueño, de la llama de fuego al chorro de agua.

La tierra de la sal como único territorio o sustento; frágil y quebradizo, el hombre solo. Heredad de imperfección sin límites; sudario o espejo o sábanas o arenas o cantos rodados sobre los que aliviar su sudor.

Acaso inconscientemente Roberto Torres ha construido una obra que habla sobre sí mismo, sobre su constancia y su fe en la danza como única expresión integral posible. Son zuecos, sus pasos, los que van hacia sus buenos hábitos. Son sus gestos los que regresan sobre sí mismos. Vuelven y se regresan hacia el espacio vacío, mientras unos cuantos pétalos de rosas rojas llenan el escenario y le susurran el tiempo que lleva bailando, incansable, infatigable, perenne y siempre joven; ah, nuestro príncipe constante.





[Imágenes de la producción de danza, Los zuecos van hacia sus buenos hábitos, (Compañía Nómadas), con coreografía de Daniel Abreu e interpretación de Roberto Torres. Teatro Victoria, Santa Cruz de Tenerife, 2015]


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