La casa tomada: el pintor en su estudio
[A propósito de la pintura de Santiago Palenzuela]
Pintar el lugar donde se trabaja, donde se desarrolla el oficio y en la que incluso se vive y transcurre la mayor parte del tiempo es una de las obsesiones que marcan, de principio a fin, la pintura de Santiago Palenzuela. La suya es una pintura de interiores, un elogio del mirar hacia adentro: la imagen del mundo condensado en una sola estancia.
En cierto modo, se trata de ubicar la mirada en el único lugar posible, de
renunciar a la expansión ruidosa del exterior, alejándose de cuantos temas y
motivos anecdóticos puedan distraer su atención y contaminar los colores de su
paleta; se trata de habitar la pintura.
Y una y otra vez asomarse a las mismas ventanas, acariciar las mismas paredes,
alzar un mismo techo y escaleras, respirar la atmósfera íntima e ineludible del
estudio. Así se accede al taller, a la estancia que Santiago Palenzuela recrea
incansablemente, como la biblioteca borgesiana, infinita e inconmensurable a
pesar de los rígidos muros que la configuran.
En efecto, como la biblioteca, el estudio del pintor adquiere la forma o el
sentido de un refugio, un lugar donde acontece una vida al margen del afuera. Un “lugar de iluminación” en el
que el artista vive –para decirlo con palabras de Balthus– “la sensación de
estar cerca de los secretos”, porque, de alguna manera, todo empieza y acaba,
se decide y se resuelve en el estudio. Y el tiempo que lo rige es otro tiempo
distinto al que marca el devenir cotidiano de los relojes, pues en el instante
de la creación hay una convergencia de idea, emoción, línea y color, una
sobreabundancia que dilata cualquier coordenada espacio-temporal y que abre
escalas en la realidad que anima su pintura.
Recordemos el taller del escultor Alberto Giacometti –uno de los más reproducidos
de todos los tiempos–, para quien su taller de la parisina rue Hippolyte deviene mucho más que un espacio de trabajo, tal y
como sostiene el escritor Michel Leiris al afirmar que, para el artista, su
taller trasciende la mera imagen de un laboratorio y se convierte “en un
apéndice”, en “una prolongación de su persona” e incluso en “su caparazón”; es
decir, el lugar en el que consume su tiempo, comprometido y obsesionado con
esculpir una imagen posible del hombre. Claro que, en el caso de Santiago Palenzuela,
no hablamos de un único taller. El caparazón lo lleva a cuestas, de alquiler en alquiler –de ahí el lema
de una de sus exposiciones que marca, en buena medida, toda una filosofía de
vida–, pues la imagen arquetípica del lugar de trabajo no puede disociarse, en
su caso, de la condición nómada del autor; esto es, de la precariedad de
medios, de la inestabilidad o provisionalidad de un lugar cambiante y siempre
otro aunque el pintor vuelva una y otra vez sobre lo único que permanece fiel a
sí mismo: su taller asediado por el óleo que se percibe desde lejos, el espacio
de trabajo por muy reducido que este sea en ocasiones y aunque cambie de
ubicación. El artista sigue siendo fiel a sí mismo; se dedica exclusivamente a
cuidar de su oficio, entregado por completo a su única patria posible, a ese
pequeño mundo que es, en sí mismo, su lugar de trabajo: el taller, la pintura.
Allí rigen unas leyes distintas, un lenguaje exclusivo, un color inusual, una
pasión y un olor, una melodía y una cadencia, una densidad ineludiblemente
asociada a la paleta de su autor.
En la pintura de Santiago Palenzuela asistimos a una clara aspiración
constructiva, a la vez que a una calidad iluminante y una elección cromática
que nos lleva a evocar los vasos comunicantes que establece su pintura con la
obra de José Jorge Oramas. Con todo, se trata de una poética que se construye
de forma inversa. Y es que, si bien en ambos casos la luz es el elemento
medular que configura los espacios mediante una inusitada intensidad cromática,
lo que en Jorge Oramas es suspensión del instante en el afuera, en el paisaje contemplado a través de la ventana de su
habitación de hospital, en el caso de Santiago Palenzuela la pintura se recrea
a sí misma en una orografía del espacio interior. La elección de su mirada es
la de un espacio vivido: su hogar, que es casa y estudio a la vez. En su
pintura las estancias interiores parecen abrir escalas en la realidad y son
inundadas por una expansión espacial que las amplifica. Paredes y brochas,
butacas y escaleras, techos y pinceles, óleos, botes de pintura, ventanas y
puertas. Más luz aquí, más color allá, con gesto firme y limpio o con una
textura abigarrada, turbia y untuosa.
En estas piezas, el autor se retrata a sí mismo, pero no bajo la óptica del
simple autorretrato. Más bien se centra en su habitación vacía –que diría el poeta Jacques Ancet–, que es el
escenario donde todo acontece y donde él es el único protagonista, su único
testigo y, a la vez, su único oficiante. Santiago Palenzuela insiste, con
efusión y dinamismo, en esta singular composición que tendrá, al final,
infinitas variaciones. Insiste en el carácter inerte de los botes de pintura,
en las estancias cerradas, ajenas a la figura humana, en la vocación lumínica
de su pintura, sin ambages, sin sombras, sin reflejos, pura contundencia
matérica. Es la casa tomada por el deseo del pintor, la imaginación llamando a
la puerta, los sueños desbordándose por el interior de la conciencia, el
impulso poético conduciendo con vigor y desenfreno el pincel.
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