viernes, 27 de marzo de 2020




25 de marzo



Siguen dando cifras en la radio, y todo el mundo especula sobre el tiempo que durará el período de alarma. Pienso en lo afortunado que soy al poder salir dos veces al día con los perros a la montaña, y distraer así la vista del ordenador. Se va creando una lenta adicción frente a la pantalla y acabo fatigado de la cabeza y de la espalda. Necesito corregir bien las luces de esta parte de la casa y acondicionar el escritorio, sin que en verdad haya tenido tiempo para ello. En la cocina, dejo los trocitos de jengibre dentro del caldero con agua hirviendo. Los pelillos que cuelgan al cortar el tallo horizontal de esta raíz multiforme dan la impresión de insectos sumergidos en un pozo (acostumbras a dejar porciones en el caldero y se van mezclando con los nuevos fragmentos hasta que al cabo del día tienes que arrojarlos a la basura). Precisamente ahora te disponías a salir para tirar unas bolsas y dejar que los perros estiren las patas, y recuerdas que el vecino de lo alto de la calle te ha pedido tu número de teléfono para avisarte por wasap cuando vaya a sacar al suyo, y así evitar coincidencias malavenidas. Modric ha llamado al desdichado animal, aunque podría haber sido mucho peor, pues se me ocurren, de repente, otros muchos nombres para un sabueso. Por suerte no lo ha llamado Beckmann, Hegel, Yuan Yuan, Dubbufet o Tinguely porque el sinsentido hubiese sido radical para un ser tan poco dado a la cortesía (el animal tiene cara de muralista mexicano, con ese porte bonachón y rebelde a un tiempo, a medio camino ente la sonrisa y el cabreo constante). Subes un poco más arriba hasta llegar a la huerta que se encuentra en lo alto, justo donde acaba la carretera y empieza la montaña a cielo abierto, y maldices al idiota que ha dejado allí un raro contenedor sin utilidad alguna. Por suerte al girar la cabeza te consuela las presencia magnífica, totémica, de las montañas de Araya, con su corona de grutas en lo alto, como bocas u ojos que te observan en todo momento. 



24 de marzo


Enciendes el aparato de radio. Todas las cosas se debaten ahora en una tensión contenida. La escritura –piensas es siempre un buen refugio, porque hasta cuando no se sabe qué decir siempre hay algo que nos asalta a la boca y en la punta de la lengua se prepara. La insensatez –la torpeza– de llevar un diario, porque en el ejercicio de selección de lo que se dice o cuenta no hacemos más que inventarnos y justificarnos a nosotros mismos. Lo absurdo de llevar un cuaderno de notas, un diario, como si quisiéramos detener el tiempo en un reloj de arena o en tarros de mermelada. Y, sin embargo, no se me ocurre otra forma mejor de no dejar caer tantas cosas en el olvido. Ahora escribes (más bien golpeas las teclas del teclado para escribir) y compruebas que este viejo aparato te está rindiendo un último servicio, pues el desdichado artefacto respira y se autoventila en exceso, como un pobre animal de carga fatigado después de la jornada. Me consuelo en la lectura del libro Calma, silencio, trabajo en paz, que da cuenta del encuentro de Pablo Palazuelo y Eduardo Chillida en Villaines-sous-Bois, en 1951, y que me hizo llegar hace ya varias semanas Alfonso de la Torre. Se me antoja muy apropiado para estos días de encierro.


23 de marzo



La mañana ha llegado con una sensación de frío húmedo y un intenso olor a tierra mojada. En la cocina preparo mi habitual taza de agua de jengibre, una de esas pequeñas costumbres convertida, casi, en un ritual cotidiano. Siento el agua caliente bajar por mi garganta hasta el estómago, y ese ardor incipiente me alienta y reconforta. En la radio hablan de teletrabajo, otra palabreja tortuosa que se ha inmiscuido en nuestras vidas como si nada, ¿quizás para quedarse? Las noticias anuncian nuevas cifras, y se repite y se debate una y otra vez sobre lo mismo; y esta sobreabundancia de información sobre el único tema posible en estos días confunde y desconcierta. Y ahora ya no estás muy seguro de si hoy es lunes o jueves, o si ayer fue domingo, y si las cifras que estás escuchando son las de hoy o las de hace varios días. Todo da vueltas y se detiene a un tiempo. Y ahora te toca a ti practicar el teletrabajo, y te vas preparando mentalmente mientras bajas las escaleras hacia la biblioteca de la casa, y tu cuerpo va adoptando el porte y la gravedad de un gladiador inexperto. Te sientas frente a la pantalla del ordenador y comienzas a abrir los últimos correos. (La rutina contemporánea: abrir correos electrónicos y responder a esto y a aquello; y después a las réplicas sucesivas como ratoncillos girando en una rueda de circo). Emma, en el cuarto contiguo, asiste a varias clases también a través del ordenador, mientras Sol ensaya las lecciones de contrabajo en el salón y Marianela se demora en varios asuntos domésticos en el piso de arriba. Dos ordenadores para cuatro usuarios son cifras un poco apretadas, así que hay que alternar los tiempos para que todos podamos teletrabajar y hacer nuestras tareas. A media mañana me asomo a la ventana de la cocina y veo la furgoneta del cartero aproximándose a marcha lenta, como intentando descifrar la numeración de las casas vecinas. Salgo a ayudarlo y descubro que la carta que trae es para mí. Reconozco la letra del viejo Stipo. Escribe desde Münich. Leo, con cierta preocupación, que tiene diabetes en una pierna y que espera por una cama libre en el hospital. Pienso en la fortuna de haberlo conocido y en la lección de austeridad y fortaleza que ejemplifica su vida. Por la tarde, la lluvia vuelve a precipitarse con violencia. Nubes bajas envuelven la corona de la montaña en un extraño paisaje oriental.


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