sábado, 23 de enero de 2021



20 de enero

A veces tengo la extraña sensación de que mi padre vuelve a ser un niño. Y, en cierto modo, lo es. Todo ahora resulta irrelevante e intrascendente. Nada importa más allá de la realidad inmediata; del pataleo sin rabia o la queja pueril e irrelevante. Nada importa. El tiempo, en sus manos, se vuelve una dimensión flexible,  y el espacio ha logrado acortarse lo suficiente como para ser, tan solo, una dimensión medida en el trayecto brevísimo de un corto paseo junto al mar. A veces no entiendo por qué razón no llega a establecer un diálogo más directo con el mar. Si yo fuera mayor -como ya lo voy siendo, aunque no tanto, y la medida del tiempo o de la edad no se sabe muy bien por qué normas se rige- intentaría aproximarme a algo esencialmente eterno como el mar. Tal vez así las rosas fueran más perdurables. Y el tiempo del amor cobrase una dimensión sin medida alguna. Quizás solo así se produjese un trasvase de uno a otro cuerpo, de una a otra materia. Y cada mañana, absolutamente cada mañana, dejaría flotar mi cuerpo en la superficie del agua hasta llegar a sentirme una diminuta partícula a la deriva.


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