domingo, 24 de mayo de 2009

La estupidez de llevar un diario; lo mismo que si quisiéramos meter fragmentos de tiempo en tarros de mermelada. La aventura de seleccionar de entre la experiencia vivida algo que merezca la pena ser contado y de encontrar las palabras precisas para abordar esa experiencia. La pregunta –y el problema– se plantea en otra pregunta: contarlo, ¿para quién?


En realidad, sólo llegamos a conocer el lenguaje cuando somos capaces de apreciar sus semejanzas o, mejor dicho, cuando caemos en la cuenta de sus ambigüedades.


Lo que creemos conocer es sólo un resto de lo que ignoramos.


Qué caudal de tiempo ganaríamos si pudiéramos reunir al menos algunas de las muchas horas diseminadas inútilmente a la espera de algo. Esos minutos olvidados, consumidos entre un acto y el siguiente, entre un instante y otro.
Dar sentido a esos huecos podría ser una buena forma de incorporar otra vida a nuestra vida.


Qué extraño capricho el de la memoria: concede el beneficio arbitrario del recuerdo a los hechos más azarosos e irrelevantes de nuestra vida, y olvida otros que estimamos fundamentales. Cuántas veces una simple escena cotidiana adquiere una textura más consistente que otros rostros y anécdotas que estaríamos dispuestos a conservar para siempre, con todo lujo de detalles, y que, sin embargo, se precipitan irremisibles hacia el olvido, próximos a la misma nada.


Desconfío de los diarios en general, pero sobre todo de aquellos en los que cada palabra obedece a un gesto cuidadosamente concebido y en los que las horas y los días han sido proyectados con el único fin de dejar testimonio. Jean Paul Sartre lo dijo mejor: «No hay nada que decir. Pienso que éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está al acecho, forzando continuamente la verdad».


En ocasiones ocurre que la falta de objetivos precisos crea una impresión de inestabilidad e inquietud que nos lleva a emprender cien proyectos distintos sin concentrarnos suficientemente en ninguno de ellos. Leo, por estas fechas, algunas palabras de E. Cioran que, lejos de confundirme, me consuelan: «Sólo los hombres dominados por una gran ambición hacen grandes cosas, porque concentran toda su energía en un solo punto. Son obsesos, incapaces de dispersión, de negligencia, de descaro. Y yo soy un obseso que pertenece a la categoría de los distraídos. Ése es el sentido de mi natural ineficacia».


La verdadera comicidad es aquella que nace de impulsos involuntarios. La ironía, en cambio, es humor inteligente; más exactamente, humor nacido de una inteligencia mordaz y socarrona.


En poesía, la oralidad –la voz– es la madre del cordero.


En la escritura, como en la vida misma, en la sencillez o simplicidad –que no en la simpleza– de nuestros movimientos se cifra la mayor de las complejidades.


Cuando escribimos interviene, en ocasiones, un elemento por completo ajeno y, sin embargo, determinante en el cierre definitivo de cualquier texto. Como si nuestra voluntad se debilitara y necesitara de un agente extraño, de una determinación del azar que viniera a culminar lo que nuestra mano deja inconcluso. Por ejemplo, me sorprende esa imprevista manera que tiene nuestro ordenador de convencernos de que ciertos trabajos carecen de valor; esa elocuente destreza suya con la que, de un soplo electrónico, desaparece unas cuantas páginas con las últimas correcciones o nos oculta éste o aquel otro archivo que nos obliga a reescribir par coeur –de memoria– un discurso ahora interrumpido, como si un niño se hubiera entretenido en la borrar de la pizarra, aleatoriamente, palabras y fragmentos de la lección de la maestra. Desde luego, es una treta eficaz para comprobar qué es lo fundamental, qué resto sobrevive tras el naufragio de la memoria.


Escribir es un acto de fe.


Veamos, a fin de cuentas, ¿por cuántos senderos podría deambular un hombre sin llegar a perderse?

1 comentario:

  1. Qué sorpresa lo del blog, no tenía ni idea! gracias por mostrármelo, ya lo he guardado en mis favoritos!
    No tardes mucho en escribir nuevas entradas...
    besos,
    noe.

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