viernes, 8 de abril de 2011

Unas pequeñas vidas silenciadas
[A propósito de Inés Peña]




Ningún género como la naturaleza muerta ha sabido mostrar la extrañeza que descansa en los objetos cuando éstos se encuentran solos, perdidos o abandonados, olvidados o evocados en un escritorio, esquina o vitrina. Y a la fotografía contemporánea, como a la pintura, también le gusta detenerse –con elocuencia y ansias de renovación, retomándola y enriqueciéndola una y otra vez– en esa vida silenciosa de los objetos, una vida que –diciéndola sin decir, mostrándola sin pronunciar discurso alguno– se ha visto determinada, cuando no trastornada, por el tiempo y su irremediable fugacidad.
Las fotografías de la joven artista Inés Peña, todas ellas sobre motivos de la naturaleza (pescados, flores, frutas y verduras colocados sobre una mesa) compiten, con su luz y color, con los más bellos ejemplares tomados del natural. Hay en ellas, por otro lado, complicidad con escenas pictóricas muy reconocidas de la Historia del Arte, y que permanecen en la retina de muchos espectadores, como la recreación de una conocida obra de Sánchez Cotán o la de un lienzo de Zurbarán. La fotografía dentro del cuadro.
Sin embargo, nunca unas naturalezas muertas estuvieron tan muertas, o tan incapacitadas para dejarse sentir. Sea un tejido, una textura o un trompe l´oeil; sea un envoltorio, una determinada colocación o un estado, lo cierto es que entre los objetos fotografiados y la mirada que los examina se produce una fractura, un desencuentro. Falla la comunicación. La inicial atracción queda retractada. Los objetos (pescados, flores, frutas y verduras), aunque presentes, yacen amordazados, ocultos, ateridos.



Las escenas propuestas por la fotografía de Inés Peña no persiguen la vida silenciosa de los objetos, sino, más bien, su vida silenciada. Manipulados, transgredidos, falseados, fragmentados, serializados, emulados, conservados…, en fin, minuciosamente desnaturalizados, posan ante los ojos del espectador. Su parecido confunde. Su inmediatez y cotidianidad aún confunden más. Pero el tema irrumpe antes o después: ¿Qué fue del placer –si lo hubo– que estas viandas procuraran? ¿Dónde quedó el aroma con el que estas flores de tela pretendieron impregnar el aire?
Nada de preciosismo ni de sentido ornamental. Mucho menos, afán de trascendencia. Pero sí rigurosidad: en cada una de estas fotografías se visualiza un testimonio inmejorable de la pura exterioridad, sin emociones ni psicologismos, sin proyección anterior ni interior. Tampoco se percibe violencia alguna, nada desmesurado ni incontrolable, ninguna deformación que pueda conmover lo más mínimo. Ahora bien, la soledad es absoluta y rotundo el escamoteo de su espacio vital: naranjas apresadas en una red, limones en herméticas bandejas de plástico, mejillones, apios, lechugas, fresas… cuyo color, aroma y textura se adivinan tras rigurosos envoltorios de conservación, cuando no es el hielo el que constriñe y suspende el encuentro directo con el objeto.
Así pues, no es posible el sosiego ni la contemplación gozosa, experiencias tan habituales provocadas por las naturalezas muertas al uso. Estas fotografías proponen una reflexión sobre todo aquello que constituye la dieta del hombre moderno, sobre el aséptico tratamiento al que sometemos las materias primas que nos aporta la Naturaleza, sobre la desnaturalización de nuestras costumbres. Y, además, Inés Peña configura un escenario posible para plantear el futuro del género pictórico de las naturalezas muertas en el terreno de la fotografía, situándose en ese frágil intersticio que media entre lo natural y el artificio, entre la verdad y su reproducción, entre la imagen y su apariencia.




[Las imágenes reproducidas son fotografías de varias obras de Inés Peña.].

1 comentario:

  1. Estupendo. Recuerdan estas fotografías aquella anécdota de los adolescentes que pensaban que la leche era un líquido tan elaborado, tan artificial, tan poco vacuno como la cocacola. Un saludo.

    ResponderEliminar