viernes, 10 de abril de 2020


10 de abril

Viernes santo. De nuevo el mismo silencio, la misma calma. Imagino por un momento al poeta Joë Bousquet, confinado en su habitación de Carcassonne hasta el fin de sus días, viviendo una vida imaginada o una imaginación avivada por las pinturas con las que sus amigos surrealistas le obsequiaban. Un viajero inmóvil en toda regla. Conservo la edición de 1939 del cuaderno poético Traduit du silence, con dedicatoria de ese mismo año a un amigo suyo. El libro yace sobre mi mesa de trabajo estos días, pues vuelvo a él de cuando en cuando, como se vuelve a frecuentar a un amigo o las calles de un viejo barrio de la infancia. 



9 de abril

Jueves santo. Un gran silencio se apodera de todo el valle, hasta donde la vista alcanza. Nada se mueve más allá. El estado de alarma tiene sus cosas buenas, o hay que buscarlas, para mantener el optimismo de la mente despierto. Así, por ejemplo, ahora caigo en la cuenta de que nos hemos librado del zumbido zigzagueante de las carreras de motos que suelen frecuentar, los días festivos, la carretera de sube hasta Araya y continua luego hasta Cuevecitas y La Hidalga. No dura mucho, pero normalmente los domingos a media mañana resuena el estruendo de los motores que pasan, veloces, carretera arriba. El sonido retumba en la montaña vecina, como si se tratara de un muro de contención que los atrapa y los retiene entre la maleza de tabaibas y cardones. 



8 de abril



"Sucede lo mismo con la gente que te importa –subraya la fotógrafa Candida Höfer en una entrevista concedida a la prensa hace ya varios años–; sientes su presencia cuando están ausentes. Con los espacios ocurre algo similar, el hecho de ser espacios para la gente se hace más visible cuando la gente está ausente". Esa misma sensación que transmiten las imágenes de la artista alemana se asemeja en mucho a esta ausencia prolongada a la que asistimos en estos días. Las butacas vacías en el cine o en los teatros, el vacío de las salas de los museos, la soledad de las aceras, el silencio de los patios de los colegios. Una presencia espectral se proyecta sobre todas las cosas. Comprendemos entonces que la extrañeza es parte indisoluble de la realidad, lo mismo que una plaza desierta en una pintura metafísica. Imágenes y fotografías, realidad y ficción, vasos que se comunican indistintamente. Por la tarde participo en una vídeo conferencia. No va a hacer falta tener que asistir a un cursillo a marcha forzada en el empleo de los sistemas de comunicación virtual. Nos guste o no, esta imposición por necesidad tiene sus ventajas; no se puede objetar resistencia alguna. Basta simplemente con dejarse llevar. (Te imaginas por un momento que eres un animal que salta de lado a lado del aro tecnológico). También me llama Emilio para hablarme de las casas de Arico; me dice que ya casi ha acabado lo peor de los trabajos y que pronto tendrá todo listo. Evocamos, como siempre, el silencio que reina en aquel lugar y las tardes de reuniones improvisadas. Prometemos provocar uno de esos encuentros cuando pase esta pesadilla.




7 de abril

El nuevo despertar te alza del brazo y te lleva el volandas hacia el mar de plenitudes que se agolpa en la ventana. El azul lo inunda todo. Una mañana grande, sin duda (cómo describir la sensación de amplitud, de inmensidad que puede provocar este azul abierto al horizonte). Los celajes brillan, espejean sobre el mar, lucen sus trajes de amanecida a lo lejos. Otro día comienza.


6 de abril

Te levantas con un impulso optimista y te dices a ti mismo que hoy será un buen día, aunque tienes la impresión de que todo está en un estado de letargo, como si nada fuera a pasar: ni grandes acontecimientos ni grandes hazañas que llevarse a la boca (al menos desde aquí arriba eso parece; seguro que no es más que una ficción). Lo cierto es que hace tiempo ya que el mundo se desgrana en mil pedazos y se desangra a borbotones mientras gira sobre sí mismo en una inercia lenta e irónica. Sí, todo gira y da vueltas de forma absurda, hasta que un día se acabe la cuerda. Eres optimista, pero no estúpido; basta con observar el instinto de autodestrucción de la humanidad para darse cuenta de que no hay vuelta de hoja. Son las diez. El reloj de la cocina da la hora con cinco minutos de retraso (el viejo truco de adelantar el minutero y robarle unos cuartos al tiempo por aquello de compensar retrasos injustificados). Cinco minutos es mucho tiempo cuando se trata de tomar decisiones. Piensas en lo absurdo de tener un reloj de pared dando la hora, si en verdad modificamos la señal horaria cuando nos conviene. Me siento frente al ordenador como cada día, y hecho en falta algunos libros que necesito y que olvidé o dejé en la oficina; aún así, sigo avanzando con mis tareas diarias. Por la tarde, recibo la llamada de unos amigos. Veo sus rostros a través de la pantalla del teléfono. Te das cuenta de que esto que ahora te resulta tan extraño en poco tiempo alcanzará el beneficio de la normalidad y, como en el caso del dichoso teletrabajo, habrás de acostumbrarte a su uso en un tiempo récord. En ese mismo instante pelabas una naranja. 





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