miércoles, 24 de mayo de 2023



10 o 12 o 15 de marzo (y qué más da)

Las manos del abuelo Eduardo. Las recuerdo grandes, robustas, llenas de cicatrices. Manos de gigante, contempladas con sorpresa desde mi terraza infantil. Manos blancas, quizás demasiado albinas en un hombre nacido en la isla de Lanzarote; pero blancas, al fin. Manos diestras, ágiles y volanderas, siempre aferradas a utensilios domésticos. El abuelo había trabajado, durante varias décadas, a bordo de grandes barcos que hacían la ruta entre Canarias y Noruega. Ignoro qué llevaban esos buques, qué mercancías o con qué pretexto iban de aquí para allá. Recuerdo las manos del abuelo, cuchillo en mano, mondando unas papas (en mi imaginación ese gesto suyo se confunde o entremezcla con el movimiento angustioso y mecánico de las manos en un conocido poema de Domingo López Torres), cortando sobre la tabla unas verduras, o retorciendo el cuello de una gallina medio desplumada en el fregadero, la mañana del día de Navidad. Del abuelo, sí, recuerdo muchas cosas: los vinilos de Gardel girando interminablemente como demostración práctica del eterno retorno; las bandejas grandes, plateadas, ruidosas, en las gavetas de cocina; sus grandes gafas y sus enormes orejas de jerbo. Pero, sobre todas las cosas, sus manos, quizás porque era muy alto y sus gestos llegaban a la altura de mis ojos; quizás porque el misterio de sus manchas solares sobre la piel me impresionaba y mi estatura era la de un niño que aún no había alcanzado los días de la preadolescencia. Recuerdo que solía usar ropa clara, y que era hombre de pocas palabras. De hecho, casi nunca nos hablaba de sus viajes, el abuelo. Creo que, más bien, cuando contaba algo relacionado con el mar y los barcos tendía a fabular e inventarse cosas para impresionarnos. Un día, algunos meses antes de morir, me regaló sus discos de Carlitos Gardel y de Hugo del Carril.  


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