jueves, 18 de agosto de 2011

Carretera abajo












Al volver a casa, por la autopista del sur, piensas en el tiempo que pasas al volante entre una carretera y otra, entre un destino y otro, entre un lugar y otro. Aguzas la percepción para que nada de lo que sucede a tu alrededor se te escape, y te entretienes en repasar casi de memoria algunas escenas de la jornada, mientras te aferras más y más al volante. Visiones del vértigo. Gigantes, molinos de viento al conducir en retirada por la autopista del sur. Alta tensión la de mis pupilas inflamadas.





Ahora que la niña se ha quedado dormida aprovechas para poner la música de Air Waves. Una escritura –piensas– que posea esa extraña virtud melódica de arrastrarnos hacia un lugar fuera del tiempo cotidiano de los relojes.





Alta tensión la de esta tarde de color azul plomizo, mientras buscas el sosiego, el cobijo de una nube en lo alto.









Te deslizas llevado por la inercia de un motor en marcha, como quien escribe sobre las hojas de un cuaderno a rayas sin prestar atención a la caligrafía que dibuja la tinta sobre el papel.





A todo gas las palabras se esfuman más despacio; mientras las ruedas del vehículo giran y giran en tu cabeza revolotean unos versos caprichosos de la canción Le temps des cerises, en la versión de Patrick Bruel. Todo por constatar que vivimos en un mundo lleno de contradicciones.





El vehículo se desliza cada vez más deprisa, carretera abajo. La sensación que produce la inercia es lo más parecido a un punto de fuga por el que escapar irrenunciablemente. Algo así como una espiral en marcha o una puerta abierta en el tronco de un árbol, como en el cuento de Alicia.









Las montañas, a esta hora incierta en la que ya casi cae la noche, toman la forma de un gigantesco animal dormido.





Luces encendidas en casas lejanas. Pueblos, plazas, calles que son sólo líneas de luz, como cuando crees despertar de un sueño y las imágenes van poco a poco apagándose en tu cabeza.







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