viernes, 24 de abril de 2020


24 de abril

Hoy viernes, por fin. Llega el fin de semana, y damos gracias por ello aunque estemos todos trabajando desde aquí mismo y no nos hayamos movido de nuestras casas. Qué ironía. Me llegan noticias de que esta extraña situación acabará pronto, pues se prepara un plan para el deshielo. Ojalá así fuese y pudiéramos volver a la normalidad, si bien confieso que ya no sabremos a qué atenernos, ni tampoco a qué tipo de normalidad tendremos que hacer frente. De hecho, nadie sabe qué cosa sea ese estado normal del que se habla; cuando en verdad lo normal en la vida son los altibajos, las curvas de nivel, las metamorfosis constantes, los desequilibrios. Visto de esta manera, pienso, no habrá engaño alguno. 


23 de abril

La radio anuncia que Joan Margarit recibirá el Premio Cervantes. Me alegro por el hecho de que en esta nueva edición lo haya recibido un poeta. Es, claramente, un beneficio para el lenguaje; una ganancia de todos. Y esto implica una perspectiva diferente que, sin duda, hace justicia para con una muy buena parte del conjunto de la mejor escritura en las letras hispánicas. Con todo, de entre los poetas de aquella generación, mis preferencias se acercan mucho más y se aproximan a la escritura de José Corredor Matheos. De hecho, no entiendo por qué razón aún él no ha recibido este reconocimiento, siendo este último no solo mejor poeta, sino también nueve años mayor. Curiosamente, por lo general, ambos publican sus libros en la misma editorial. Y ambos viven en Cataluña. Hubiese sido fácil darse cuenta, pero no conozco los criterios de selección. Un amigo de Cantabria me comenta al teléfono que Matheos es demasiado sencillo y modesto para recibir una distinción así, y que tal vez por ello pase más desapercibido a los ojos de las instituciones que otorgan dádivas catedralicias y otras finezas. En fin, sus razones habrá. Celebro, con todo, lo que haya que celebrar, que no es poco, pues cada día sigue saliendo el sol sobre la comisura del horizonte. Es tarde ya. Todos duermen. Hoy tampoco hay luna. Una oscuridad casi total se extiende al otro lado de la ventana. Nada puede verse, y un silencio inusual al que vamos acostumbrándonos va impregnándolo todo.


22 de abril

El señor M. subraya que las dos pinturas de C. de su colección son "redondas", pequeñas, y de muy buena mano. (Imagino que se trata de dos blasones en miniatura, semejantes al dibujo que ilustra la décima entrega de la revista Mensaje). Sin embargo, al hablar con B., más tarde, este último afirma que nunca antes ha visto cosa igual, y que, tal vez, el adjetivo "redondo" se refiera aquí a que son muy buenas; quiero decir, de muy cuidada factura, y no tanto a la forma más o menos curva del soporte escogido por el pintor. Vuelvo a hablar con el señor M., y este me confirma que ha empleado bien el adjetivo, pues en verdad se trata de dos pinturas esféricas a modo de blasones; y que, asimismo, gozan de una muy buena ejecución. 



21 de abril


Por fuera de la venta de los productos gomeros han puesto unas líneas en el suelo para mantener cierto orden de acceso al mostrador. Entiendo que se trata de medidas de control sobre las distancias de seguridad de obligado cumplimiento dictadas por el Gobierno, pero todo parece un tanto teatral y absurdo. (Ahora sabremos con mayor certeza que el absurdo, como tal, no es más que una versión tragicómica de la vida misma). Me preguntan si he hecho un pedido por teléfono, pero la verdad es que llegué casi de forma improvisada desde la oficina de correos. Me sedujo la idea de ir a comprar algunos víveres frescos, algunas verduras, porque se trata de una tiendecita con muy buenos productos y casi necesitas meter la nariz y hasta palpal con la mirada la calidad de los vegetales. Así que dudo un momento y le digo al garçon lo primero que se me ocurre; quiero decir, lo primero que se me viene a la vista: un par de piñas tropicales. Esta nueva situación ha modificado nuestro comportamiento social, y también corporal. Noto que hemos perdido cierta sensualidad de movimientos. Ya no hay roces. Y casi tampoco miradas de complicidad; tan solo unos márgenes de distancia que resultan extraños y a los que va a ser muy difícil acostumbrarse. Además, la gente agacha la cabeza con mayor facilidad y evita mirarse directamente a los ojos, como avergonzados e indecisos a causa de esa distancia mínima, como si se desconfiara del otro por la posibilidad de contagio. Por lo demás, el día transcurre en su juego de espejismos hasta que llega la tarde. La fatiga de los ojos frente a la pantalla del ordenador, el café de media tarde, la turba de pardelas gemidoras cuando cae la noche adentrándose en la oscuridad de la montaña vecina. Libros que esperan su turno en las estanterías. El poema aún no escrito.


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